LAS FOTOS DIGITALES NUNCA HAN SALIDO GRATIS

SERIE «EL ABOGADO DEL DIABLO» (III)

Las leyendas han existido siempre. Desde el origen de los tiempos el ser humano ha contado historias que hacían referencia a su mundo y a sus sueños. Fábulas y epopeyas que han narrado viajes, odiseas y visiones a través de las cuales difundir ejemplos de conducta y enseñanzas que tenían que ver, por ejemplo, con la moral. Los grandes relatos que atraviesan la historia del hombre cuentan mitos universales y transmiten aprendizajes de las generaciones pasadas; lecciones de sabiduría fruto de la experiencia acumulada. No es casualidad, por tanto, que en 1981 Roland Barthes, en su conocido artículo Introducción al análisis estructural de los relatos, escribiese lo siguiente: “Innumerables son los relatos del mundo (…) Bajo sus casi infinitas formas, el relato está presente en todas las épocas, en todos los lugares, en todas las sociedades; el relato empieza con la historia misma de la humanidad; no hay, nunca ha habido un pueblo sin relato (…) Todas las clases, todos los grupos humanos tienen sus relatos, y muy a menudo esos relatos los disfrutan en común hombres de culturas diferentes, incluso opuestas: (…) internacional, transhistórico, transcultural, el relato está ahí como la vida.”

Y en esta maraña de relatos que atraviesan fronteras, generaciones y sociedades nos encontramos con que cada objeto puede ofrecer una historia diferente según la época histórica, el contexto en el que se utilice y la persona que lo adquiera. Así, cada utensilio puede generar un sentido en función de la narración que lleva adosada, es decir, del relato con el que se ofrece. Hoy en día aquellos relatos épicos y moralizantes han sido desplazados en gran medida desde el terreno de la pedagogía al del consumo y, por tanto, transformando la conducta racional en impulso emotivo. En este sentido, las historias modernas asociadas a los objetos mercantiles intentan sustituir ese espacio simbólico por narraciones que pretenden orientar el flujo emocional de forma que los individuos se identifiquen con unos modelos determinados. Solo hace falta observar cómo funciona actualmente la publicidad para darse cuenta de que nos venden los productos a través de narraciones muy bien elaboradas que apelan a nuestro sustrato sensible y al sentido que le damos a la propia existencia. Y alguien podría preguntar: ¿Tiene todo esto algo que ver con nosotros? Por supuesto, porque los fotógrafos no somos una excepción, no estamos al margen, sino que formamos parte de la misma corriente.

De hecho, hará unos quince años, en el mundo de la fotografía comenzó a circular una leyenda que, tomando como punto de partida la tesis del famoso artículo de Barthes, afirmaba que cuando las cámaras digitales aparecieron en nuestra vida no lo hicieron solas. Que llegaron acompañadas –como las obras de arte contemporáneo– de una historia. Una historia que era, en el fondo, un mensaje de esperanza: una profecía que hablaba de un futuro mejor en el que se terminarían los incontables viajes al laboratorio. Una era donde el ahorro de tiempo sería espectacular. Un porvenir del que estarían desterradas todas las incomodidades relacionadas con el revelado de la película. Un futuro utópico y radiante en el cual, una vez adquirida la cámara, las fotos saldrían gratis.

Cuentan que los fabricantes habían llegado a la conclusión de que las cámaras digitales debían distinguirse de sus predecesoras, pero sin que el cambio fuese tan grande que la gente tuviese miedo de dar semejante salto. La fábula dice que para ello se creó un tipo de cámara muy similar a la que utilizaba película, pero se buscó un relato que reconstruyese un universo motivador y positivo que apelase a ciertas virtudes personales (autenticidad, madurez, pragmatismo). Un relato que proyectase  una nueva “visión de la fotografía”, de forma que no fuera el producto lo que atrajese a los consumidores, sino los renovados valores que ofrecía la singular herramienta. Entre bastidores, muchos comerciales reconocían que el relato era la clave de todo. Los mismos comerciales que a principios de este siglo cambiaron su manera de expresarse asumiendo que lo importante no era tener la tecnología adecuada sino la historia adecuada. Por eso mismo se dotó a la publicidad de un estilo verbal capaz de movilizar las emociones y seducir a los futuros usuarios. Así pues, una vez fabricado el artefacto e incorporado el lenguaje idóneo, la historia hizo el resto, es decir, aportó un atractivo que lo hiciese irresistible: una nueva clase de fotógrafo. El engranaje narrativo no había hecho más que empezar.

El objeto que se nos ofrecía –la cámara digital– llevaba implícita una narración que proponía un sentido más actual de la práctica fotográfica. Se trataba de que el propietario pasara a identificarse con un nuevo modelo de autor: un fotógrafo moderno, dinámico, autosuficiente, optimista, que mira hacia el futuro y está convencido de que lo mejor siempre está por llegar. No se trataba de mejorar nuestras fotos, sino de mejorar nuestras vidas. De hecho, lo importante no eran las imágenes que podríamos realizar, sino cómo nos haría sentir la nueva herramienta, porque cuando, a mediados de la pasada década, adquiríamos una cámara digital no comprábamos un aparato para captar imágenes; comprábamos sobre todo una historia. Ya no se trataba de obtener mercancías, sino los atributos que éstas representaban. Sobra decir que las narraciones son también decisivas en la construcción de la identidad fotográfica.

La leyenda cuenta que dicho relato se propagó como la pólvora porque el mensaje de que las fotografías digitales saldrían gratis era tremendamente seductor y poderoso. No solo aseguraron que esta tecnología recién aparecida era el futuro, sino que a partir de ese momento todo lo demás quedaría obsoleto, sería anacrónico, producto de la melancolía o de una manifiesta incapacidad para adaptarse a los nuevos tiempos. A aquellos que conservaron sus viejas cámaras y sus viejos hábitos se les tachó de anticuados, nostálgicos, cavernícolas o inadaptados. Prueba de ello son las miles de veces que se repitió que la película estaba muerta. Y puesto que todo estaba preparado para finiquitar una época, no quedó más remedio que aparcar cualquier debate de ideas y crear buenas historias para ofrecer un significado nuevo al hecho de crear imágenes. Se comenta que uno de los indicios más evidentes fue la siguiente declaración durante 2002 por parte de un alto directivo de una de las empresas líder en fabricación de material fotográfico: “El futuro de la fotografía dependerá de la capacidad de los usuarios para elegir las mejores historias. Así que para atraer clientes hay que ofrecer una que cautive la imaginación de la gente.” Dicho y hecho.

Como era de prever, muchas personas hicieron suya la historia buscando estar a la última y pertenecer a ese nuevo club de fotógrafos modernos, auténticos, sensatos, prácticos. La nueva tecnología no hizo más que ponernos frente a un dilema: un futuro luminoso, cómodo y tremendamente productivo frente a otro –continuación de aquel presente analógico– incómodo, caro y poco práctico. La leyenda nos dice que parte del éxito de la historia que acompañaba a las cámaras digitales radicaba en transmitir que todos estábamos al borde de una gran transformación, de forma que, gracias a sus herramientas recién adquiridas, los nuevos usuarios se sintiesen parte de ese maravilloso cambio. Un tiempo nuevo que exigía nuevos fotógrafos. ¿Cómo rechazar semejante invitación? Seríamos unos verdaderos insensatos, se nos dijo, de no aceptar dicho regalo del destino que la industria ponía en nuestras manos. De alguna forma, el mensaje cuajó tan bien porque no iba dirigido al cerebro de las personas sino a su corazón, logrando que muchas de ellas sintieran al mismo tiempo que caminaban hacia la tierra prometida. Una tierra donde desaparecerían muchos (si no todos) de los inconvenientes que caracterizaban a la “antigua” fotografía.

La leyenda a la que aquí nos referimos termina relatando lo que pasó tras la implantación de las cámaras digitales. Y lo que sucedió, según esta crónica supuestamente imaginaria, es que los fotógrafos acudieron casi en estampida a las tiendas a comprar la nueva herramienta, malvendiéndose muchos equipos que utilizaban película para adquirir costosos artilugios digitales. Ocurrió también que los fotógrafos pasaron años gastándose generosas cantidades de dinero en cámaras, sensores, programas informáticos, cableado diverso, pantallas, ordenadores portátiles, tarjetas de memoria, aplicaciones, objetivos, baterías, discos duros externos, etc. El paso del tiempo hizo que muchas personas tuviesen que cambiar varias veces de equipo fotográfico a medida que la tecnología avanzaba, así como de programas según estos se actualizaban y de disco duro externo a medida que los archivos digitales se volvían cada vez más pesados. Además, el tiempo que antes se dedicaba a viajar hasta el laboratorio de turno ahora se sustituía por las interminables horas de retoque, ajuste y edición. La leyenda se cierra exactamente con estas palabras: “Y el ahorro que prometieron se convirtió en una pequeña, o gran, falacia. Aún así, y a pesar de todo lo ocurrido, todavía existen fotógrafos que siguen afirmando que las fotos les salen gratis.”

Bien; yo no sé quiénes desarrollaron esas historias asociadas a objetos ni si la fábula en cuestión se basaba en sucesos reales o era pura invención de personas que deseaban desprestigiar a las nuevas tecnologías. No tengo ni idea de si hubo expertos en marketing elaborando retorcidos argumentos para ofrecer a los fotógrafos un discurso, vacío pero tremendamente hermoso, con el que vendernos las nuevas cámaras, no ya a través de los ojos, sino a través del alma. Desconozco si hubo mensajes prefabricados, relatos ficticios, triquiñuelas o autores deseando no quedarse atrás y coger el tren de la modernidad y el pragmatismo. No he podido comprobar si ciertos directivos hicieron determinadas afirmaciones porque muchas revistas de aquella época ya no existen. Es más; estoy seguro de que habrá bastantes personas que jamás hayan oído hablar de la leyenda que aquí nos ocupa.  

Me tengo por una persona sensata, práctica y poco inclinada a creer en mitos ni fábulas de cualquier tipo; así que apenas le doy valor a este relato que parece una película de ciencia-ficción. No comulgo con la idea de que los fotógrafos seamos seres inocentes, algo estúpidos y fáciles de engañar, pero soy consciente de que somos tan manipulables como el resto de personas que compartimos planeta. En este sentido, quizá debamos únicamente prestar atención al final de la leyenda, a esas palabras que ponen en cuestión el supuesto beneficio que se aseguraba. De todas formas, como no hay moraleja explícita y cada uno puede interpretarla a su manera, me quedo con un pensamiento: que antes de comprar los sueños de los demás tengo que ser capaz de lograr los míos. ¿Por qué? Pues precisamente porque hacer fotos siempre ha supuesto un gasto, a veces inconmensurable e imposible de medir, de tiempo, energía y dinero.

Aún con todo, una cosa es cierta: no hay nada tan irresistible como una buena historia.

(Este artículo se publicó en la web de AlbedoMedia como parte de la serie “El abogado del diablo”)

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