Acabo de finalizar una serie y cuando miro las fotos sigo preguntándome si ya está, de verdad, terminada. Y, de ser así, ¿cuándo comenzó a gestarse?
Estaba inmerso en la conclusión de mis últimos porfolios utilizando la técnica de la multiexposición cuando cayó en mis manos un regalo del cielo: una cámara estenopeica. Al principio la herramienta me causó más curiosidad que deseo. Un utensilio que conocía de oídas pero que jamás había probado. Comencé a usarla sin saber muy bien qué hacer con ella. Como la llevaba dentro de la mochila, fui probándola en los mismos lugares donde trabajaba con la cámara de gran formato. Mientas tanto mi cabeza se esforzaba en hallar un buen proyecto que pudiese realizarse con el nuevo artilugio. Una idea que encontrase interesante, un concepto que fuese capaz de unir la caja de madera con el entorno, una estética que estuviese acorde con todo ello, un objetivo que resultase asequible. Pasó más de un año, si no más.
Así las cosas, las primeras pruebas que doy por buenas pronto se quedan obsoletas, rancias, sin sabor. Las ideas, cuando surgen en tu cabeza, siempre parecen perfectas. Luego envejecen y en cuestión de unas cuantas jornadas o unos pocos meses se llenan de arrugas y canas. De cada diez ideas a veces solo una germina. No pasa nada; se asume y ya está.
Me llevó casi seis meses asomarme desde un barranco y hallar el punto de vista que vertebraría toda la serie. Guardé esa primera fotografía como oro en paño. Ella sería el punto de partida y la guía para realizar el resto del porfolio. Imágenes que coincidiesen con mis inclinaciones estéticas, no necesariamente espectaculares, no obligatoriamente de colores saturados, siempre con la presencia del mar, el cielo y la tierra.
Nada de filtros, nada de movimientos de cámara, nada de exposiciones múltiples. Todo muy básico: la caja de madera, un nivel de burbuja, el fotómetro, una brújula y un trozo de película. Un aparato que se utilizaba hace siglos merecía un proceso sencillo, sin adornos, casi del siglo XIX.
Investigué en Internet, recorrí acantilados y localicé faros a lo largo de toda la costa cantábrica. Hice algunas fotos más, deseché lugares y anoté algún nuevo descubrimiento. Programaba los viajes fuera de temporada y entre festivos. No quería gente alrededor mío ni dentro de la composición. ¿Será una fobia? Algún barco se coló porque el mar es de todos y no puedes evitar que los pescadores sigan haciendo su trabajo. Las exposiciones largas (de los treinta segundos a los quince minutos) terminaron difuminando las embarcaciones que, tercas como las propias mareas, se afanaban en ganarse el pan de cada día. Me hubiera gustado ir más rápido pero la vida te asalta en cada esquina con una petición nueva. La familia, el trabajo, las visitas al médico, los amigos, ningún deseo de conducir, el miedo a fallar…
Llevo años –puede que más de veinte– fotografiando la costa, el mar, las olas, el estuario de algunos ríos, las texturas en la arena de playa. ¿Qué tiene esta serie de novedad? No demasiado, la verdad. Intento dejar fuera los colores del amanecer y el ocaso que tantas imágenes me han proporcionado y tan buenas sensaciones me han hecho vivir. Procuro huir un poco de mis primeras series de imágenes bellas, composiciones efectistas y dramatismo calculado. El resultado serán obras con menos detalle, no tan impresionantes pero con un inevitable aire romántico. Está claro: puedes huir fugazmente de algunas inclinaciones pero jamás de lo que eres. Y yo sigo disfrutando de un amanecer glorioso –aunque ya no saque la cámara–, una luna llena a punto de esconderse y el reflejo cálido sobre una lámina de escarcha invernal. A estas alturas no quiero cambiar y no creo que fuese capaz de hacerlo.
A pesar de todo ello, la búsqueda de la soledad me llevó en bastantes ocasiones a fotografiar durante las horas “mágicas”. Probé algunas cosas para alargar aún más las exposiciones pero me complicaban mucho el trabajo y a veces los resultados eran desastrosos. No lo dudé, tenía que maximizar la energía y el tiempo, hacer todo más simple. No quería el sol ni la luna; no quería más destellos dorados; no pretendía nubes rosáceas, ni arcoíris, ni agua sedosa. La cámara, el territorio y yo. (Digo territorio y no paisaje porque es más moderno). Adaptarse o morir.
El título cambia en varias ocasiones y se queda al final en una sola palabra. Un término que es también, pienso yo, un concepto, una idea, un sueño. Escribo un texto que hay que rehacer, borrar y extender. Añado algunos pensamientos que tomo prestados de lecturas ajenas y experiencias propias. Ya no pretendo que mis fotos sean solo imágenes hermosas de lugares hermosos. Quizá llego tarde pero siempre me propuse no repetirme demasiado. Una promesa estúpida; lo sé. La ilusión de ser un poco mejor con cada obra. Una esperanza un tanto vanidosa; también lo sé. Al final, dejo que mi interés y las ganas de continuar dicten el final del proyecto.
El tiempo pasaba, los desplazamientos fueron sucediéndose y la serie iba tomando forma. Borro los destinos visitados, hago una lista de lugares pendientes y los sitúo sobre un calendario. Intento no pasar más de dos noches dentro del vehículo porque luego la espalda se queja durante semanas. Dejé los enclaves más alejados para el final. Cuando supe que iba siendo hora de echar el cierre, habían pasado cinco años. Me prometí a mí mismo que en el último desplazamiento tenía que ser capaz de finalizar el porfolio. Viajé para tres días y dormí dentro del coche; disparé once placas; comí bocadillos y fruta de temporada; los dientes fueron la única parte de mi cuerpo que disfrutó de algo de aseo.
Envío las diapositivas a escanear pero antes coloco las placas seleccionadas sobre una mesa de luz y elijo doce de ellas. Las que más me gustan, por supuesto. ¿Es esto lo que de verdad soñaba? Escojo doce porque es un número redondo (es divisible entre dos, tres, cuatro y seis), porque no hay mucho más donde elegir, porque distribuidas en tres filas de cuatro forman un rectángulo de proporciones parecidas al tamaño de película que utilizo. También porque no quiero hacer más kilómetros. No sé si son pocas; el caso es que a mí me valen porque me reconozco en ellas. También, todo hay que decirlo, porque tengo ganas, después de más de un lustro, de cerrar el proyecto. ¿Cuántas fotos deberían componer una serie? Nadie lo sabe. Los mejores fotógrafos tampoco.
Después de cada viaje iba al laboratorio a llevar las diapos. Y como siempre pasa, al menos la mitad de ellas no sirvieron para nada. Demasiado claras, muy oscuras, repetidas, banales, sosas, sin gusto. Pero también hubo que revelarlas, faltaría más. Eso también me costó un dinero que hay que sumar a la gasolina, los peajes, las barras de pan integral, el fiambre, la fruta y los dulces del desayuno. Nada de esto aparecerá en la serie. Tampoco la tentación de dejarlo. Mejor así.
Mi querencia por el mundo natural se remonta a cuando era adolescente. Digamos que es ahí donde mis fotos hunden sus raíces. Son variaciones de una sensación, de una idea romántica sobre el paisaje, de mi forma de relacionarme con lo que me rodea, de una inclinación obsesiva hacia un tipo de estética muy concreta. Cuando miro atrás me doy cuenta de que no hay separaciones evidentes entre una serie y otra o entre unas imágenes y las de años después. Todo se mezcla, como en la vida, en una sucesión infinita de instantes que se entrelazan formando un flujo de acontecimientos contaminados por los estados de ánimo, las tribulaciones laborales, los conflictos familiares, las certezas y los desengaños. Cierto; la obra cambia cuando cambiamos nosotros.
Todo proceso creativo es un reflejo de nuestra propia existencia. Con sus luces y sus sombras. Y lo más complicado de todo es recordar los motivos por los que uno se metió en este berenjenal que quedará resumido en un puñado de fotos –doce en concreto– más o menos ordenadas y un texto mejor o peor escrito. El proceso creativo no consiste en realizar imágenes sino en contestar preguntas.
Ahora, con el partido terminado, es fácil determinar cuándo fue penalti, pero en mitad de la batalla los propósitos y las razones no son sencillos de identificar. Ahora solo queda rogar para que a los demás les resulte al menos interesante. Lo mejor de todo es que todavía falta promocionar el trabajo, y lo que siento es alivio y terror porque a veces se me olvida para qué hago todo esto.
¿Cuándo terminamos entonces una serie? Imagino que cuando nos cansamos de ella. O de viajar, de comer bocadillos, de gastarnos el dinero, de madrugar, de copiarnos. Yo qué sé. De lo que sí estoy seguro es que si me preguntasen cuándo comenzó esta serie, no sabría muy bien qué decir. O sí: diría que no sé.
(Este artículo apareció publicado con el mismo título en la web de AlbedoMedia)