SERIE “PARA MEDITAR SOBRE LA ENSEÑANZA FOTOGRÁFICA” (I)
Decir a estas alturas que hacer fotos no es lo mismo que ser fotógrafo suena un poco a déjà vu, porque se ha dicho tantas veces que decirlo una más parece desidia o quizá holgazanería. Aun así, no siempre resulta tan obvio.
Posiblemente, la diferencia entre la persona que hace fotos y el fotógrafo es que la primera integra la fotografía dentro de su vida, mientras que el segundo se pasa la existencia intentando integrar la vida dentro de su labor creativa. Además, el tiempo tiende a mostrarnos la enorme diferencia entre hacer fotos y ser fotógrafo. Lo primero tiene que ver sobre todo con la herramienta; lo segundo se refiere a la implicación de la propia persona que mira, piensa, selecciona y capta. Hacer fotos depende, por tanto, del utensilio que utilizamos para captar eso que tenemos delante. Ser fotógrafo tiene que ver con el grado de implicación y el grado de dependencia respecto a la creación de imágenes.
Y dentro de esa vida nuestra, primero como personas, luego como fotógrafos, la obra creada es siempre descripción de algo y construcción subjetiva, documento neutral y narración introspectiva. Esto evidencia la gran dimensión simbólica que siempre han tenido las obras de arte; por eso nuestro trabajo creativo revela lo que estaba delante de la cámara pero también de forma implícita lo que nos llevó a fotografiar aquello. El autor, lo quiera o no, siempre termina contaminando la escena que se propone captar, y lo hace precisamente con sus deseos y con algunas de esas referencias que guían su mirada. Las obras de cualquier creador forman un caleidoscopio de incontables espejos que reflejan la conciencia y el subconsciente, porque todos ellos forman parte de una unidad indivisible. Aunque nos empeñemos, no podemos eludir la historia vivida; no podemos huir de quienes somos.
Así pues, además de describir el mundo, la fotografía también lo construye desde el punto de vista de la persona que mira. Mientras la observación directa deriva en un cierto conocimiento de esa realidad, el hecho fotográfico implica la proyección del creador en la imagen captada. Es fundamental entender que las fotos que hacemos hablan tanto de nosotros como de aquello que aparece en ellas pues la obra que realizamos es un reflejo de nuestra manera de mirar al mundo y, por tanto, de la forma en que lo concebimos y nos relacionamos con él. Manías, sueños, frustraciones, deseos, experiencias y prejuicios se cuelan en nuestras queridas imágenes sin que a menudo nos demos cuenta.
Esta doble faceta descriptiva y de elaboración –supuesto conocimiento objetivo del mundo exterior y supuesta construcción subjetiva del mismo– convierten la obra de cada fotógrafo en un mirador doblemente orientado: a la realidad circundante y al interior del individuo. No hay fotos-ventana y/o fotos-espejo; existen imágenes, y cada una de ellas nos pone en contacto con el entorno y con la persona que decidió realizarla. Y es que si la fotografía es contemplación, no lo es solo de aquello que nos rodea, sino también de lo que hace que decidamos mirar eso mismo y no lo de al lado. Lo queramos o no, las fotos que hacemos hablan de nosotros a los demás. Es necesario saberlo y tener en cuenta todo aquello que las imágenes realizadas extraen de nuestro interior.
Ya argumenté hace un tiempo que esa idea tan manida de que los fotógrafos salimos “a la calle” a retratar lo que nos encontramos (que literalmente es cierto, no cabe duda), es cuánto menos discutible. Tan discutible, obviamente, como esa otra que supone que captamos una realidad externa que elegimos libremente. No hace falta ser psicólogo para darse cuenta de que los gustos y las manías determinan, si no todas, muchas de nuestras decisiones. Fotografiar en un lugar y no en otro es una cuestión dónde entran en liza los afectos y las expectativas. Elegir el fotoperiodismo y no el paisaje es un asunto que concierne a lo que somos, lo que sentimos y cómo nos relacionamos con el mundo. Decantarse por el retrato y no por la naturaleza muerta tiene que ver con nuestra personalidad y nuestros miedos. Escoger, dicen los sabios, es retratarse.
Nadie sale a fotografiar con la mente en blanco, sin prejuicios, abierto al mundo como un recién nacido. Salimos con nuestro carácter, nuestros sueños y nuestra vida. Elegimos desde el afecto, desechamos desde el miedo y perseguimos desde los sueños. La búsqueda de un paisaje, un evento, una cara o un lugar es una acción subjetiva que está determinada por el contexto, la familia, los referentes y la voluntad de progresar. Quien busca un color en el cielo, un gesto en otra persona o determinado momento decisivo, está buscando, aún sin saberlo, una pieza que encaje en el puzzle de sus recuerdos y sus anhelos. Fotografiar significa, nos guste o no, proyectarse en lo captado. Por algo se dice que solo vemos lo que estamos preparados para ver.
La edad –la mía–, unos cuantos años de práctica, algo de autocrítica y un poco de reflexión, han terminado convenciéndome de que es nuestra parte inconsciente una de las principales responsables de que visitemos ciertos lugares a ciertas horas del día, nos fijemos en determinadas cosas –obviando otras– y las captemos de manera concreta. El amor por los animales, una autoestima elevada, la búsqueda de cierta belleza, el deseo de transmitir emociones, la querencia por el cuerpo humano, una sensación de paz indescriptible, la necesidad de liberar adrenalina o el impulso irrefrenable de contar historias determina que enfoquemos la cámara sobre un árbol, una manifestación multitudinaria, un anciano, una nube, un evento deportivo, o, por qué no, sobre nosotros mismos.
Dice el diccionario que la filosofía es un “conjunto de reflexiones sobre la esencia, las propiedades, las causas y los efectos de las cosas naturales, especialmente sobre el hombre y el universo”. Hablando de causas y efectos, Hans-Georg Gadamer afirmaba que la interpretación que hacemos de nuestras experiencias cotidianas revelan las estructuras profundas de nuestro estar en el mundo. Filósofos de la talla de Terry Eagleton o Judith Butler han demostrado que las novelas, la televisión, Internet o la propia clase a la que se pertenece determinan de una manera mucho más poderosa de lo que a menudo se cree nuestras ideas sobre qué merece la pena en esta vida y qué no.
A mi entender, todo esto significa que si de verdad queremos constituirnos en agentes activos de aquello que hacemos con la cámara, es decir, ser los auténticos protagonistas de nuestro propio proceso creador, entonces necesitamos sacar a la luz esos puentes que unen los paisajes exteriores que vemos con los paisajes interiores de la mente. Necesitamos darnos cuenta de la interconexión existente entre lo percibido y lo vivido. Tomar conciencia de que no podemos separar el proceso creativo de la persona que lo lleva a cabo. Al fin y al cabo, ser autor implica poder reconocerse en el trabajo que hacemos.
Una famosa sentencia afirma que uno fotografía lo que es y es lo que fotografía, pero a la vista de los hechos yo más bien diría que uno tiende a captar aquellas realidades que tienen conexión con su mundo interno. Es importante saberlo y decidir qué parte de nosotros queremos que sea realmente la protagonista de nuestra obra. En este sentido, enseñar fotografía debería también consistir en señalar a los estudiantes que el propio autor es la materia prima de la que surgen sus imágenes.
Señalarlo y, además, demostrarlo.
(Este artículo se publicó en la web de AlbedoMedia como parte de la serie “Notas para meditar sobre la enseñanza fotográfica”)