DIRIGIR EL TALENTO

SERIE “PARA MEDITAR SOBRE LA ENSEÑANZA FOTOGRÁFICA” (VII)

“Todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de saber”. Con estas palabras se inicia el primer libro de la Metafísica de Aristóteles. Según esta sentencia podríamos establecer diferencias según cómo se gestione este deseo supuestamente común a todas las personas. Cómo se interpreta, con qué se satisface, hacia dónde se dirige. ¿Debo ser la única fuente de conocimiento? ¿Necesitan más retos y menos dogmas? ¿Quiero que reciten o que reflexionen? ¿Conceptualizar una vivencia o experimentar una idea? ¿Hay una única solución? ¿Puede que exista un equilibrio para cada persona? ¿Somos sabios, hechiceros, animadores, videntes o simplemente instructores? ¿Será verdad eso de que en el término medio está la virtud? Si la vida del creador de imágenes está llena de preguntas, la del docente no es menos. Enseñar es también responder a muchas de ellas. O al menos intentarlo.

Y mientras intentamos dar respuesta a algunas de estas cuestiones, nos encontramos con talentos y disposiciones muy heterogéneos. Asimismo, trabajamos con una disciplina enormemente amplia que nos pide riesgo, tratar con paradojas, aguzar el ingenio, interiorizar patrones y estilos, buscar alternativas, escudriñar deseos, comparar expectativas y resultados, asumir errores, aceptar la crítica, expresar emociones, etc. Demasiado amplio como para pretender meter a todos las personas en el mismo vagón. Pedagógicamente hablando, por tanto, se trata de dirigir, no de restringir. Dirigir un talento que depende de múltiples factores y de numerosas causalidades, y que en cada persona se manifiesta de formas diversas porque los puntos de apoyo nunca suelen coincidir. El fotógrafo, de hecho, levanta su obra sobre tres pilares básicos que suelen ser tremendamente personales: lo que conoce, lo que sueña y lo que es capaz de construir con todo ello. Es decir, la historia que le precede, su percepción individual y la capacidad creativa que finalmente desarrolla.

La ingente cantidad de imágenes que nos llega puede convertirse en una fuente inagotable de ideas nuevas, en una gigantesca plantilla de copia y pega o en un eficaz mecanismo de aturdimiento según sean los criterios de análisis y selección que apliquemos. Por tanto, si nuestro primer pilar básico está en lo que conocemos, entonces hay que intentar estar receptivos a un buen número de estímulos. Toda información puede ser valiosa si la filtramos adecuadamente, así que sería bueno fomentar la curiosidad o el anhelo empírico de los estudiantes.

Estar abierto a los estímulos que nos llegan significa ser capaces de disfrutar con el trabajo de otros, intentar entender sus motivaciones, reconocer el esfuerzo, abrirse a nuevas influencias y aceptar de buen grado la contaminación estilística, conceptual o estética que todos en mayor o menor grado practicamos. La creatividad, de hecho, se refiere al proceso de ser capaces de producir nuevas conexiones entre los saberes adquiridos, y esto es imposible sin el trabajo hecho por los demás. Se trata de enseñar a que se aprovechen los conocimientos ajenos mientras se ayuda a descubrir lo mejor de uno mismo.

No hay duda de que el fotógrafo ha de nutrirse; necesita recibir influencias, masticarlas, hacerlas suyas. Precisa desarrollar sus estímulos visuales sobre la base de la mirada de otras muchas personas, y es que el ser humano no se caracteriza por ser un ente hermético, sino tremendamente poroso. La clave radica en permanecer sensibles a los nuevos descubrimientos y a los estímulos que nos llegan, siendo a su vez capaces de tomar en consideración ideas e información que a primera vista podrían parecer inservibles. Tiene sentido: para poder hacer algo grande uno necesita las mejores influencias posibles. Blindarnos contra los influjos externos es la mejor manera de cerrar el grifo de nuestro ingenio, así que una fantástica tarea podría consistir en intentar que los estudiantes tengan la menor cantidad de prejuicios posible, permitiendo así que fluya un número mayor de referencias, las cuales podrían dar lugar, quién sabe, a nuevas ideas, diferentes maneras de mirar al entorno, otras formas de captar lo ya conocido y/o imágenes más frescas y menos superficiales.

La manera en que percibimos lo que nos rodea es fruto de nuestra propia realidad interior, de manera que las respuestas que ofrecemos a los influjos externos dependen de nuestra propia configuración mental, la cual, a su vez, es transformada por muchas de esas sensaciones que recibimos. Las imágenes que visualizamos son también parte de un lenguaje inconsciente, así que los estímulos externos y la forma en cómo los acomodamos irán configurando una serie de pautas visuales que influirán de manera inevitable en las fotografías que hagamos. En el siglo XIX, el médico y fisiólogo francés Claude Bernard llegó a afirmar que “quien no sabe lo que busca, no entiende lo que encuentra”. Y es que solo podemos encajar correctamente lo que vamos encontrando cuando entendemos cómo discurren nuestros mecanismos de creación.

Tanto si los autores intentan reflejar en su obra un universo simbólico propio o una realidad ajena y externa, en ambos casos su mundo interno determinará las fotografías realizadas. Es necesario, por tanto, guiarles para que aprovechen esa parte individual que puede vertebrar el trabajo, logrando una cohesión entre concepto y estética de manera que la persona se perciba en cada imagen creada mientras, al mismo tiempo, se consigue que brille la idea que engarza todas y cada una de las obras. Tenemos entonces que una de las labores importantes del educador radicaría en fomentar la conexión entre el pensamiento y la praxis artística.

Y en este viaje hacia el desarrollo y conocimiento de sus destrezas, los alumnos han de sentir que son ellos mismos quienes van construyendo su particular camino, precisamente porque el aprendizaje más significativo se produce cuando es la propia persona la que realiza el trabajo, la que experimenta la acción. Está demostrado que asimilamos mejor cuando hacemos las cosas por nosotros mismos que cuando escuchamos a alguien decirnos cómo se hace. Hay que permitir a los futuros fotógrafos que aprendan de sus errores y dejarles claro que éstos no han de ser necesariamente fracasos, sino estadios indispensables dentro de su evolución. Fotógrafo es aquel que ha de enfrentarse, lo quiera o no, al riesgo de fallar mientras integra esta contingencia como parte de su proceso creativo. En los errores, decía Julio Cortázar, está nuestra verdadera personalidad. Hagamos, pues, que se responsabilicen de sus desaciertos, porque éstos, algún día, servirán para hacerles dueños de sus éxitos.

En el fondo, equivocarse es parte inherente de esta aventura porque la incertidumbre es la compañera natural del fotógrafo. Más que fracasar, lo que hacemos es descubrir una ruta que no nos funciona (o no como habíamos imaginado), o que no sirve en ese momento concreto. Cada persona tiene que reclamar su derecho a equivocarse, porque en el fondo a todos nos ha ocurrido y el camino de la imaginación avanza inevitablemente a través de errores y gracias a la investigación.

Los estudiantes necesitan interiorizar que todo fotógrafo se forma gracias a las fotos realizadas y a aquellas jamás logradas; gracias a los proyectos desarrollados y a los ni siquiera intentados; gracias a los lugares visitados y a los que solo se imaginaron; gracias a las réplicas obtenidas pero aún más a los interrogantes planteados; gracias a los sueños cumplidos pero también a los olvidados. Y ello porque la fotografía, como la existencia, se construye con logros pero también, y mucho, con intentos. Para que algún día puedan ser creativos, hay que permitirles crear.

El fracaso sería no intentarlo.

(Este artículo se publicó en la web de AlbedoMedia como parte de la serie “Notas para meditar sobre la enseñanza fotográfica”)

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