SERIE «EL ABOGADO DEL DIABLO» (VII)
Vamos a dejar de lado qué es realidad y qué no. Vamos a olvidarnos por un momento de la subjetividad de lo que consideramos real y de que no todos percibimos lo mismo. El título no hace alusión a la distancia ―a veces enorme― entre lo que perciben unas personas y otras, sino a la función de la herramienta básica del fotógrafo (al menos hasta hace muy poco).
“Cuando coges la guitarra las primeras veces, ¿acaso lo haces para ganar dinero, para vender discos? Yo lo hacía porque sentía algo fabuloso. Cerraba la puerta del cuarto y tocaba hasta que me sangraban los dedos”(1). Esta frase es del músico Ben Harper y en ella recuerda sus primeros momentos con una guitarra. Hay dos cosas de su confidencia que me atraen poderosamente y son que sentía algo fabuloso y que tocaba hasta que le sangraban los dedos. No me llaman la atención porque las vea extrañas sino por todo lo contrario: coinciden al cien por cien con mi propia experiencia de la fotografía. Hacer fotos como una obsesión que practicas porque sientes algo que te eleva del suelo.
La cámara, pienso yo, es una excusa; una muy buena, pero una excusa al fin y al cabo. Eso de captar lo que ocurre a nuestro alrededor, congelar la existencia para luego rememorarla y no olvidar, presentar una realidad alternativa, mostrar la belleza (o fealdad) del planeta, contar una historia o hacerlo porque no sabemos hacer otra cosa lo hemos oído demasiadas veces. Todo es cierto porque la fotografía sirve para congelar la existencia, rememorar el pasado, certificar un suceso y mucho más. Pero cuando te ataca la terrible enfermedad de hacerte preguntas y cuestionarte tus propios principios y certezas, entonces mucho de eso que parecía sólido e inamovible se resquebraja como un castillo de arena. ¿De verdad el fin último de la cámara es captar la realidad que nos concierne y nos circunda? ¿Seguro que utilizamos la fotografía para mostrar eso que vieron nuestros ojos? ¿Qué ocurre con todas esas personas (millones de ellas) que no necesitan vivir atados a semejante artilugio? ¿Por qué ellas no necesitan captar la realidad y mostrársela a los demás? ¿Acaso nos sucede algo?
La buena noticia es que no nos pasa nada. Simplemente sentimos el imperioso deseo de comunicarnos con los demás y recurrimos a la realización de imágenes. Además de estar con la familia, salir por la noche y quedar con los colegas, necesitamos sentir ciertas cosas y mostrar el resultado de nuestro esfuerzo creativo. Y al hacerlo estamos invitando a los espectadores a que nos respondan a la pregunta que les lanzamos con cada muestra de nuestro trabajo. La pregunta, os imaginaréis, no es si han salido bien las fotos o si a la gente le gusta la obra que hemos creado. La pregunta es si eso mismo que nos hace sentir tan bien vale para darle sentido a la vida a través de las respuestas de los demás. Suena enrevesado, lo sé, pero es que tengo la sensación hace bastante tiempo de que todo son excusas y no me creo eso de que la cámara sirve para hacer fotos. La cámara, efectivamente, se utiliza para hacer fotos, pero la clave reside en otra pregunta: ¿para qué nos sirve a nosotros semejante artilugio?
Yo solo puedo hablar de mí y es lo que voy a hacer. La primera cámara que tuve fue un regalo de mi padre con motivo de mi sorprendente y milagroso aprobado en COU, el curso que por aquel entonces precedía el ingreso en la universidad. Tenía diecisiete años y recuerdo una excitación semejante a la que experimenté cuando me regalaron mi primera bicicleta. Momentos especiales de una vida que se quedan grabados a fuego en tu memoria. Pasaron bastantes años hasta que me dio por pensar que quizá me hice fotógrafo gracias a aquel obsequio y no a mi particular talento capturando lo que me rodeaba o realizando imágenes significativas y poderosas. Y me dio por reparar en ello porque tengo ahora el mismo talento que entonces. Mis fotos actuales son mejores, creo yo, pero debido a la insistencia, mi naturaleza obsesiva y la experiencia acumulada. Nunca tuve una capacidad especial para crear fotografías cautivadoras y relevantes, y es por eso mismo por lo que me inclino cada vez con más convicción a que lo mío fue un regalo oportuno en un momento adecuado. Lo que me ha llevado a intuir que si me hubiesen regalado una guitarra en vez de una cámara, quizá ahora mismo sería integrante de una banda de rock (mi otra gran pasión, por cierto).
El caso es que cuando tuve esa primera cámara réflex en las manos, mis energías se canalizaron en transformar en fotografía todo lo que me rodeaba. Yo no quería vender mis imágenes ni exponerlas en salas de arte (eso vine después); solo deseaba utilizar una herramienta que me permitía relacionarme con el mundo de una manera muy particular: a través del visor de la cámara. Una relación que me devolvía por cierto unas creaciones de las que sentirme orgulloso. Un medio, estoy convencido, para sentirme valorado. Por ello a lo largo de mi vida he fotografiado para acercarme a los demás, para ser como mis ídolos, para obtener aprobación, para disipar mis inseguridades, para creerme distinto, para reafirmar algunas certezas, para encontrar una identidad, para conocerme un poco mejor, para quererme más. Hacer fotos, en definitiva, para sentirme de una determinada manera, de tal forma que lo que haga parezca vital y trascendente para mi vida. Algo que, por fin, me eleve del suelo. A mí no me han sangrado los dedos, pero ha habido muchos momentos de mi vida en que solo pensaba en fotografiar.
¿Para qué sirve entonces una cámara? La respuesta a dicha pregunta no reside ni en la herramienta ni en el resultado material de dicha actividad (las obras); la respuesta está en nosotros, en las personas que no podemos vivir sin cámaras y sin realizar fotografías. Estoy convencido de que la utilizamos porque nos sentimos solos, porque necesitamos llamar la atención, porque buscamos el cariño de los demás, porque tenemos la imperiosa necesidad de trascender la existencia del día a día. Nos enganchamos a una cámara lo mismo que a cualquier otra sustancia que produce placer y, como tal, adicción. La usamos igual que se utiliza una muñeca hinchable, como se come de una sentada un kilo de helado de chocolate después de una ruptura amorosa, igual que bebemos para olvidar o fumamos marihuana para evadirnos. La fotografía como adrenalina, como adictivo, como catalizador, como euforizante y como antidepresivo. La fotografía como medicación que a veces no sabemos muy bien para qué sirve. Vale; la cámara quizá no sea un consolador, pero a menudo se le parece.
Volvamos a la frase de Ben Harper. La búsqueda de un sentimiento único y la sangre como metáfora de una obsesión. Satisfacción e insistencia porque la búsqueda de placer es lo que en demasiadas ocasiones da sentido a la vida. Y cuando algo puede dar sentido a nuestra existencia, a menudo nos volvemos obsesivos. Sin ello, vivir parece menos valioso; quizá un fraude. La cámara como intermediaria entre los demás y nosotros; la fotografía como billete al paraíso; la obra como generadora de atención; el autor como yonqui de su propia vanidad. La creación de imágenes para sentir algo fabuloso y que nos sangren los dedos. Para sentirnos queridos hasta dolernos los ojos.
¿Haríamos fotos si nos sintiésemos mal haciéndolas? Ni hablar. ¿Habría permitido Ben Harper que le sangrasen los dedos si no sintiese algo fabuloso cuando tocaba la guitarra? Ni soñarlo. ¿Se habría encerrado durante horas, días y semanas enteras si no recibiese algo a cambio? Nada de nada. ¿Seguiríamos realizando imágenes si no nos devolviese esta actividad algo aún más valioso para nuestra vida? Por supuesto que no. La realidad podemos observarla perfectamente sin cámara alguna; no precisamos de esa prótesis para ver lo que nos rodea. Lo que sí necesitamos, como seres sensibles que somos, es sentir. Tanto como respirar o comer. Y qué mejor sensación que sentirse aceptado por los demás. En este caso, la cámara nos lo puede dar todo: placer, identidad y aceptación. Otro músico, el compositor inglés George Benjamin, confiesa que “el deseo, abrumador, es cautivar al público”(2).
El caso es que, con cámara o sin ella, nos pasamos la vida entera, creo yo, buscando cariño. La fotografía, ahora sí, como disfraz, como afrodisiaco y como pretexto. Una máscara, un estimulante y una excusa para tocar el cielo con las puntas de los dedos.
(1) Entrevista de Ricardo de Querol a Ben Harper, El País, Babelia, 12-03-2016, pág. 28.
(2) Andrés Ibáñez, “Oh, tristes escritores”, ABC cultural, 25-3-2016, pág. 2
(Este artículo se publicó en la web de AlbedoMedia como parte de la serie “El abogado del diablo”)