ENSEÑAR FOTOGRAFÍA NO ES ENSEÑAR CÓMO HACER FOTOS

SERIE «EL ABOGADO DEL DIABLO» (XII)

Dejemos una cosa clara desde el principio: ser fotógrafo implica realizar fotografías (muchas o pocas) y esta tarea requiere de ciertos conocimientos (escasos o cuantiosos) sobre técnica, es decir, acerca de cómo utilizar una serie de utensilios. Digamos que al menos es necesario saber hacer fotos para que uno pueda ser considerado, ahora o en el futuro, como fotógrafo. Pero esta necesidad de determinados conocimientos relacionados con el manejo de un dispositivo captador y otras herramientas (flashes, objetivos, trípodes, filtros, reflectores, fondos…), no puede abarcar la totalidad que supone una práctica fotográfica seria, madura, íntima, con expectativas de crecer y anhelos de evolucionar. Podría decirse que es una cuestión de tamaños.

La fotografía, como la vida, como el ser humano, es mucho más grande por dentro que por fuera. Por fuera la escena es aparentemente sencilla: una herramienta, un escenario, una persona. La escena de una cámara a través de la cual alguien observa el mundo. Un mundo rectangular, cuadrado, panorámico, horizontal o vertical en función del formato. Por dentro la escena es mucho más compleja, más profunda. De hecho, tiene la profundidad del alma humana; la complejidad de sus motivaciones y su pasión (¿se acuerdan de Ben Harper y sus dedos sangrando?). Enseñar cómo hacer fotos tiene mucho de la primera opción, la de fuera. Muestra cómo una herramienta permite transformar en imágenes el mundo que vemos a través del visor. Parte del artilugio y termina en la persona. Enseñar fotografía tiene más de la segunda: muestra que el punto de vista de la persona siempre es parcial y relativo, que el mundo no es idéntico para todos (y ni siquiera el mismo en cada una de nuestras etapas vitales) y que la herramienta nunca es casual. Enseñar fotografía tiene que ver con la vida del autor y la manera que tiene de darle sentido gracias a la creación de imágenes. Parte de la persona y termina en el artilugio. Así al menos lo veo yo.

La fotografía, además, tiene, como el resto de las Bellas Artes, un alto componente subjetivo. Los artilugios que se emplean en la captación de imágenes tienden, sin embargo, a la objetividad más absoluta. Tienden a ser una combinación de números y algoritmos para que a igualdad de cifras igualdad de resultados. Las cámaras en general, tal y como afirmaba el fotógrafo Galen Rowell, nunca tienen un mal día. Los fotógrafos sí. Tener un mal día significa, entre otros, dejar la tapa del objetivo puesta, medir la luz de forma deficiente, equivocarse de sensibilidad u olvidar las baterías de repuesto en casa. Tener un mal día significa tomar decisiones que repercuten negativamente en las imágenes creadas. Decisiones de las que las herramientas ni son responsables ni están preparadas para tomar. Culpar a la cámara de un trabajo defectuoso sería como culpar al perejil de la excesiva condimentación de un plato.

Además, las obras fotográficas nunca se valoran ―o no debería hacerse― por el tamaño, la resolución o el modelo de la herramienta empleada. Es verdad que la cámara utilizada nos aporta información valiosa sobre la captación de la imagen y la dificultad de la toma, pero más allá de ciertos detalles técnicos una obra fotográfica ha de valorarse sobre todo por su valía como símbolo, ya sea histórico, social, estético, moral, emotivo y/o conceptual. Cuánta más singularidad, atrevimiento o capacidad de sorprender exhibe una imagen en alguno o varios de estos campos, mayor relevancia se le supone. Y la originalidad, el asombro y la osadía no dependen del modelo del utensilio, sino más bien de la capacidad del autor para romper moldes, de su autoestima y de las perspectivas con respecto a su obra. Y todo esto puede enseñarse. No como si fuesen matemáticas, pero puede hacerse. De hecho ya se hace.

La enseñanza de la técnica fotográfica no es sencilla porque tiene que ver con la habilidad de los alumnos, su velocidad de asimilación y las ganas de aprender. Todo ello conforma una experiencia docente heterogénea (como suelen ser los grupos de aspirantes a fotógrafo) que ha de lidiar con motivaciones muy distintas, talentos dispares y expectativas a menudo nada coincidentes. Pero salvando la distancia de la disposición y aptitud del alumnado, la materia sigue un camino preciso que termina en conclusiones predeterminadas de antemano. Los valores de velocidad, abertura y sensibilidad tienen un número concreto de combinaciones de generan un número idéntico de resultados. Para un motivo dado con unas condiciones de luz específicas, la cámara generará imágenes prácticamente idénticas para cada combinación de velocidad y diafragma (suponiendo una sensibilidad fija). De hecho, mi pregunta favorita para cualquier grupo de alumnos que han completado su aprendizaje técnico (a cualquier nivel) es: ¿Y ahora qué?

La cuestión anterior tiene que ver con despertar en las personas cierta conciencia de que el camino que han recorrido forma parte de una autopista mucho mayor de la que solo han vislumbrado sus primeras rampas. Es verdad que el estudio de la técnica puede durar toda la vida (nuevas cámaras, aplicaciones, accesorios, programas informáticos, etc.), pero me parece fundamental concienciar a los futuros fotógrafos de que el aprendizaje de la fotografía es algo más (mucho más diría yo) que conocer cómo manejar una cámara, un puñado de accesorios y un par de programas de edición. Y esto pasa por concienciar a los profesores de que cuando enseñan técnica están enseñando un parte muy pequeña de lo que implica dedicarse a la realización de imágenes.

Esto no es ni una crítica a la labor de los profesores de fotografía (que jamás me atrevería a cuestionar) ni a los planes de estudio de ninguna escuela o facultad. Es –pretende ser– una llamada de atención para no dejar la enseñanza de la fotografía reducida a su fracción más técnica, a no confundir la parte con el todo y a no sucumbir ante el espejismo tecnológico. La fotografía tiene que ver fundamentalmente con la persona que mira a través del visor y esto significa que está relacionada directamente con el inconsciente, las sensaciones y el sentido que le damos a la vida. ¿Y cómo se instruye en esto? Bueno, no se trata de enseñar principios básicos de psicología, inteligencia emocional o filosofía práctica (que a ninguno nos vendría mal). Creo que más bien se trata de hacer entender a los propios alumnos que son la materia prima de la que surgen sus creaciones, que existe todo un entramado sentimental que condiciona lo que hacen y que la fotografía, como el resto que actividades que realizan, siempre cumple un papel dentro de su vida. En cada uno está la decisión de profundizar o no en sus sueños, frustraciones y temores. Y en cada docente el intentar activar en sus discípulos el deseo de hacerlo.

Si coincidimos en que la técnica es solo un pequeña parte de la fotografía y en que la persona es la responsable del trabajo realizado, entonces coincidirán conmigo en que la fotografía es autoconocimiento, pero también una forma de expresión y una vía para comunicarse con los demás. Y con esto en juego, nos encontramos con que, por deducción, la enseñanza de la fotografía también podría abarcar la importancia del proceso imitativo, los problemas de buscar un estilo propio a toda costa, la necesidad de autocrítica, el papel de las expectativas, los obstáculos inherentes a la originalidad, el significado del entramado emotivo, la valoración del trabajo propio y ajeno y/o el desarrollo de la perseverancia, el compromiso con el trabajo y la introspección. Es solo una diminuta muestra de lo que puede dar de si la fotografía cuando se echa un vistazo dentro de sus entrañas. Todo esto aderezado, faltaría más, con la destreza en el manejo de las herramientas.

Cuando los fotógrafos han aprendido a utilizar el artilugio que tienen entre las manos y además saben de dónde vienen sus imágenes, intuyen el impulso emotivo que les conduce a ello, integran los errores como parte de su proceso creativo, reflexionan sobre las expectativas y el trabajo realizado, aceptan que lograr un lenguaje propio no puede ser el único destino final de su carrera fotográfica y son capaces de mirar dentro de ellos de cuando en cuando, entonces habrán aprendido que la fotografía no es solo hacer fotos y que lo más importante no tiene que ver con lo que genera la herramienta, sino con lo que sienten cuando la utilizan (y también cuando no la usan). Así, además, cuando tengan una cámara –u otro dispositivo– en sus manos sabrán algo más de ese artilugio, pero sobre todo sabrán algo más acerca de ellos mismos. Y no hay dinero que pague esta enseñanza.

Cuando digo estas cosas siempre hay personas que me preguntan qué ocurre con aquellas que desean vivir de la fotografía. Y siempre estoy tentado de responder con la siguiente pregunta: ¿Por qué causa ha de estar reñida la destreza de las herramientas con el conocimiento de uno mismo? Y si no la formulo es quizá porque temo la respuesta: que hay demasiada gente ahí fuera que no está interesada en conocerse. Vale; lo acepto pero sigo pensando que enseñar fotografía, me temo, debería consistir en enseñar a mirar hacia el exterior y hacia el interior.

(Este artículo se publicó en la web de AlbedoMedia como parte de la serie “El abogado del diablo”)

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