FOTOGRAFIAR ES SINÓNIMO DE TENER EXPECTATIVAS

SERIE «EL ABOGADO DEL DIABLO» (XI)

Todos parecemos asumir que las expectativas, en mayor o menor grado, forman parte de la vida, pero a veces existen reticencias a reconocer que cuando salimos con la cámara buscamos determinadas cosas. Siempre ha quedado mucho mejor decir que uno sale a fotografiar con la mente abierta, sin prejuicios ni ideas preconcebidas, a comentar que uno va a tiro hecho. Precisamente con la progresiva importancia que se le ha ido dando al proceso creativo dentro de la enseñanza de la fotografía, ha surgido esa visión de la captura de imágenes como una experiencia contemplativa, un acto de meditación donde las fronteras autoimpuestas pueden arruinar nuestra semilla creativa.

Si bien es cierto que muchos límites los asumimos debido a la cultura, el carácter o la familia, y en buena manera son inconscientes, también es verdad que la práctica fotográfica puede abordarse desde una perspectiva más mística donde esos límites puedan ser superados a través de la práctica de un progresivo desapego a lo material, una renovada conexión emocional con lo que se fotografía y cierta conciencia holística a través de las cuales intentar disolver algunos arquetipos relacionados con la identidad, el deseo y las expectativas. El problema es que a veces se habla de ambas cosas  como contradictorias y excluyentes –las fronteras involuntarias y aquellas más conscientes–, cuando en realidad esta última requiere práctica y la primera simplemente forma parte de nuestra existencia. La clave no está en separarlas, sino en aprender a integrarlas.

Aquí no vamos a hablar de conexión emocional, desapego y conciencia holística, de las que apenas tengo alguna idea, sino de esas expectativas que pueden arruinarnos un buen trabajo artístico pero que son inherentes a cada persona y, por eso mismo, a cada fotografía realizada. La idea de que la fotografía consiste en captar escenas del exterior (del mundo “real”) para transformarlas en imágenes bidimensionales, remite precisamente a ese universo preexistente al que se dirige la cámara y del que elegimos, moldeamos y separamos con el fin de crear la obra deseada. Cualquiera de nuestras fotografías ha de atravesar un proceso de selección y exclusión para que pueda ofrecer ese pedazo de realidad que hemos decidido mostrar a los demás. 

Si bien cada imagen parece surgir del vacío, en la medida en que no existía antes de su creación, toda obra artística remite, aunque sea de forma inconsciente, a otras obras. En el principio, nos dice Terry Eagleton, fue la imitación. Y es así porque de la nada solo puede surgir la nada. Crear un producto original significa elaborar algo “que no existía” a partir de materiales, ideas y expectativas que ya existían. No hay labor fotográfica que no surja de una serie de hipótesis previas, y es por eso mismo por lo que ningún fotógrafo se entrega libre de prejuicios a la realización de cualquier proyecto. Todos nos dejamos dirigir por conjeturas, convicciones y expectativas, y todas nuestras obras más recientes resultan de la combinación de viejas imágenes y nuevas experiencias.    

En mis cursos siempre insisto en desterrar esa idea tan manida de que los fotógrafos salimos “a la calle” a retratar lo que nos encontramos (que literalmente es cierto, no cabe duda). Que salimos a retratar una realidad externa que elegimos libremente. Para quienes se inician en la realización de fotografías está bien; necesitamos formarnos una idea lo más nítida posible de lo que hacemos y sirve a la perfección esta imagen que nos retrata saliendo “fuera” cámara en mano en busca de algo reseñable. Además, hay dos cosas en este modelo de fotógrafo que son muy poderosas: el concepto de búsqueda y la idea de libertad.

Buscar es sinónimo de explorar y la imagen del explorador aventurero sigue siendo muy potente. (Quién no ha jugado de niño a piratas, exploradores y/o vaqueros). Entraña una noción un tanto utópica del fotógrafo que vive una vida llena de peripecias mientras capta con su cámara imágenes que mostrarán a los demás una visión del mundo filtrada a través de su ojo y su experiencia. Una aventura que, como toda exploración, desemboca en un descubrimiento, que no es otro que una visión del mundo ―rectangular y en dos dimensiones― trascendente y personal. Por su parte, la libertad es algo que, en mayor o menor grado, todos perseguimos y por ello se convierte siempre en un atractivo reclamo para cualquier actividad. En un mundo lleno de normas, leyes y obligaciones, esa autonomía para decidir cuándo ir, dónde fotografiar y cómo captarlo es tremendamente embriagadora. Sin ir más lejos, yo mismo me he pasado muchos años yendo y viniendo de un lugar a otro, captando espléndidos paisajes y viviendo mil y una aventuras. Ahora soy consciente de que perseguía con ahínco un arquetipo de fotógrafo del que aún me cuesta separarme.        

Con el paso del tiempo, ciertas lecturas, el contacto con otros autores y, me parece a mí, algo de madurez, he terminado viendo esta apasionante actividad creadora como un proceso por el cual el subconsciente nos empuja a visitar ciertos lugares a ciertas horas del día, a mirar determinadas cosas (y obviar otras) y a captarlas de maneras muy concretas. Ya vimos en otro artículo de esta misma serie que las ideas no salen de la nada; que las construimos a partir de lo que ya tenemos almacenado. La memoria ayuda a configurar nuestra representación del mundo. Un mapa de la realidad que es nuestro punto de referencia permanente. Reconocemos las cosas en función de si las hemos visto anteriormente, es decir, dependiendo de si están almacenadas en nuestra memoria o no. Por algo se dice que no puedes desear lo que no conoces. En fotografía ocurre lo mismo: no puedes buscar lo que jamás has visto.

Precisamente por eso, desde hace años me resulta inevitable sonreír cuando escucho a un fotógrafo eso de que sale con su cámara sin expectativas, con la mente de par en par, sin prejuicios. Totalmente abierto a lo que el mundo pueda brindarle. Y en cada ocasión me dan ganas de preguntar por qué lo hace siempre en blanco y negro (o en color), por qué recorre ciertos parques nacionales (y no suburbios urbanos) o por qué visita repetidamente fábricas abandonadas (y no lagos de aguas tranquilas al amanecer). Los enclaves elegidos, las horas del día, los momentos históricos y las herramientas escogidas no son por azar.

Uno compra un billete de avión a un destino específico porque desea encontrar una realidad determinada. Una persona visita celebraciones familiares porque espera captar con su cámara realidades concretas que no tienen nada que ver con las que percibe otra persona en el mismo momento pero que dirige su teleobjetivo hacia un elefante en un Parque Nacional de Tanzania. La mente en blanco está muy bien para meditar, pero es una quimera romántica para cualquier autor porque salir sin expectativas sería como salir sin deseo fotográfico alguno. Cuando un fotógrafo decide sacar de casa su herramienta de trabajo, es porque espera algo, lo que sea, y ese deseo tiene en general nombre y apellidos (aunque sean intercambiables), colores específicos (aunque sean difusos) y formas delimitadas (aunque sean modificables). Ninguna persona concentra su atención en algo cuando nada espera ver.

Dicho esto, dos cosas: las expectativas en absoluto son malas y el ser humano es capaz de trascender con esfuerzo ciertos límites y, partiendo de lo que ya conoce, crear obras que tengan algo suyo y también algo de los demás. Por tanto, somos libres para decidir dentro de ciertos contextos y ciertas limitaciones (que a veces son muchas), estamos llenos de prejuicios y existen maneras de utilizar estos últimos para alcanzar territorios no explorados. Nadie niega que los límites internos y externos pueden arruinar cualquier trabajo creativo, pero sería una temeridad afirmar que se puede alcanzar un punto en el que salgamos a fotografiar sin esperar nada, con la mente vacía de deseo y de esperanza. Entre medias, como siempre, un sinfín de matices para hacer de nuestra actividad favorita un medio fabuloso para entender qué buscamos y encontrar algo a medio camino entre nuestras manías y el vasto universo que aún no conocemos. Como resumió el escritor portugués José Saramago en su libro Todos los nombres: “En rigor, no tomamos decisiones, las decisiones nos toman a nosotros”.

Sabemos que la libertad existe y que buscar es hasta cierto punto una actividad innata en el ser humano, pero es necesario matizar que somos menos libres de lo que nos gustaría o a veces imaginamos, y que estamos diseñados para buscar lo que conocemos, aunque esto no impide que podamos llegar a encontrar realidades distintas. Para el neurocientífico Mariano Sigman, “las decisiones que siguen a corazonadas e intuiciones, que por ser inconscientes suelen percibirse como mágicas, espontáneas y sin principios, en realidad están reguladas y son a veces marcadamente estereotipadas”(1). Así pues, el uso de una cámara de fotos implica un deseo de acción, una expectativa de realización, un proceso de visualización y una aspiración de éxito. De todo ello podemos obtener una fotografía trivial y estereotipada o una original e inspiradora. Solo varía la forma en cómo manejamos nuestros deseos, los conocimientos adquiridos, el ego acumulado y las ganas de ir más allá de lo ya hecho.

Lo importante es ser conscientes de que todos tenemos ciertas predisposiciones (que nos empujan a realizar las fotos que hacemos). Y que conocerlas y aceptarlas es la mejor herramienta para poder saltar eventualmente sobre ellas. Por tanto, lo malo no es tener expectativas (todos las tenemos), sino aferrarnos a ellas y ser incapaces de salirnos de los caminos que nos marcan. Perdón, que nos marcamos.

(1) Mariano Sigman, La vida secreta de la mente, editorial Debate, Barcelona, 2016, pág. 83.

(Este artículo se publicó en la web de AlbedoMedia como parte de la serie “El abogado del diablo”)

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