LA FOTOGRAFÍA NO TIENE QUE VER CON LA LUZ

SERIE «EL ABOGADO DEL DIABLO» (V)

Incluso los que han llegado a la fotografía tangencialmente, de manera accidental, lo saben: fotografiar significa escribir/grabar (grafía) con luz (foto). Con esta frase millones de personas han accedido al noble arte de crear imágenes. Y aquí no vamos a discutir la veracidad de semejante ecuación, faltaría más. Todo es cierto, pertinente y útil: sin luz no hay foto. La cámara se convierte en una caja mágica que atrapa ese mismo fulgor convirtiéndolo en un reflejo “material” de aquello que estaba delante. A partir de esta sentencia es muy probable que comencemos a dedicar mucha de nuestra energía a perseguir la luz y todos sus derivados posibles: natural, de relleno, cálida, contraluz, cenital, dura, continua, suave, puntual, difusa…

Pero el que la fotografía dependa de la luz no significa que aquella haya necesariamente de girar alrededor de esta última. De todas formas, he de reconocer que no es mía esta idea de que la fotografía no tiene que ver con la luz. Probablemente jamás se me hubiese ocurrido de no habérsela leído a Brooks Jensen. Desde entonces la hice mía como he hecho con tantas y tantas imágenes de mis fotógrafos favoritos, y con otras tantas y tantas ideas que he ido leyendo (y memorizando) a lo largo de más de tres décadas de práctica fotográfica. Jensen, editor de la revista LensWork, no se anda por las ramas: la fotografía no tiene que ver con la luz, tiene que ver con la vida. Él está convencido de que la fotografía no se refiere a las cosas que aparecen en la imagen, sino a la pasión por lo que captamos y la forma en que lo sentimos. El acto fotográfico, aquel por el cual decidimos “congelar” una porción de realidad y transformarla en imagen, tiene que ver con nuestra existencia. Con los prejuicios, la educación, los sueños, miedos y certezas. La cámara es solo una prolongación de nuestro pensamiento y, como tal, actúa según este decida. Es imposible fabricar algo, lo que sea, sin recurrir a lo vivido y sentido, así que lo creado no tiene que ver con la luz sino con lo que ella genera dentro de nosotros y lo que hace que nos sintamos atraídos, o no, por unos elementos u otros. Al fin y al cabo, si reaccionamos ante estímulos concretos es porque desencadenan una determinada respuesta interna.

Para algunas personas será más evidente que para otras, pero el paso del tiempo suele ser implacable en este sentido. La famosa frase de bienvenida al mundo de la fotografía da paso a las herramientas, a cierta destreza técnica, a la repetición de rutinas y estereotipos, a la imitación de nuestros ídolos, a la revisión, al análisis…, y en algún momento a esa voz interior que nos susurra al oído que lo que buscamos puede que no esté fuera sino dentro de nosotros. No voy a discutir aquí si a todo el mundo le ha pasado igual porque habrá demasiadas personas que dirán que no. Cada una recorre el camino de una forma distinta y lo siente de manera muy particular. Pero el caso es que hace ya tiempo que numerosos estudiosos del cerebro descubrieron que el mundo exterior que percibimos solo es una versión restringida de nuestro más extenso universo interior. Así, la realización de imágenes no es un proceso unidireccional en el que el entorno que habitamos entra a través de los sentidos; sino que al mismo tiempo nuestro rico y complejo cosmos particular determina continuamente aquello que percibimos y que etiquetamos como real, verídico, significativo o trivial. Lo que percibimos no es más real que lo que dejamos de percibir; es simplemente aquello para lo que estamos mejor preparados o más predispuestos.

El hecho físico de impresionar un trozo de película o sensor, o de positivar un negativo, tienen que ver con la luz. El hecho de decidir comunicarnos con los demás a través de imágenes, elegir captar un motivo concreto y no otro, empeñarse en exhibir el resultado de nuestro proceso creativo o escribir nuestras opiniones acerca de lo que hacemos o hacen los otros, todo esto tiene que ver con lo que somos, lo que sentimos, lo que experimentamos y cómo lo vivimos. Tiene que ver con cómo nos vemos y qué esperamos de la vida y, por ende, de la fotografía. Es más; a estas alturas pocos discuten que las fotografías que hacemos expresan una visión particular del entorno que nos rodea y son, por tanto, proyecciones de nuestra naturaleza íntima. El arte siempre va a reflejar poco o mucho de ese peculiar mundo interior, y por ello en el acto de creación son tan decisivas tanto la parte consciente como la instintiva. El que en muchas ocasiones no nos demos cuenta de la trascendencia de la dimensión inconsciente, no significa que tenga menos peso a la hora de crear nuestra obra. Muy al contrario, cada imagen realizada expulsa al exterior una pequeña o gran fracción de ese a veces insondable cosmos interno, y es lo que hace que, afortunadamente, no todos hagamos las mismas fotos.

Cualquiera que lleve tiempo en este negocio sabe que las reglas para realizar fotos pueden determinarse y enseñarse con tanta precisión y exactitud como las de la termodinámica, el cálculo vectorial o la química orgánica. Sin embargo, el autor ha de realizar su obra a partir de su particular manera de percibir, sus sentimientos y su propia experiencia. Cualquier acto creador surge de una idea previa (o varias) y cada idea lleva asociada un sentimiento (o varios). Digamos que sin entusiasmo es difícil realizar una obra íntima y realmente creativa. La pasión es la que nos hace seguir experimentando, sobreponernos a los errores y profundizar en aquello que tenemos entre manos. No hay que ser un lince para comprobar que el placer promueve la creatividad mientras el aburrimiento fomenta el abandono. La fotografía debe ser ante todo una experiencia lo más plena posible; una vivencia que nos aporte mucho más gozo que desánimo. Una actividad para la que nuestra existencia no es un sendero al margen, sino parte de la misma autopista. No es casual que Serge Tisseron afirmase que “la cámara mantiene una continuidad inmediata con la vida psíquica del hombre”(1) (y con su biografía emocional, podría añadirse). Es lógico, por tanto, que con el tiempo la obra creada revele que siempre existe una conexión entre los impulsos y las afinidades particulares del autor y los temas que cada cual elige fotografiar.

La fotografía implica, entre otras, tres acciones: escoger, decidir y comunicar. Elegir un tema, una herramienta, un lugar, una razón, una historia, un porqué, una estética. Decidir de todo lo que vemos, de aquello que nos emociona, de las experiencias que vivimos, de lo que nos atormenta o nos hace disfrutar, de lo que entendemos como interesante, de todo lo que desborda nuestra memoria, algo que merezca la pena salvar. Mostrar eso que hemos creado, aquello que pensamos nos acercará a los demás, todo lo que hará que algo de atención recaiga sobre nosotros, esas sensaciones que deseamos compartir con gente afín, las inquietudes más profundas y los sentimientos más universales. Dicen que “uno fotografía lo que es, y es lo que fotografía”, aunque yo más bien diría que uno tiende a captar aquellas realidades que tienen conexión con su mundo interno. En este sentido, fotografiar es un exorcismo. Una manera de expulsar lo que llevamos dentro. No es la luz la que determina la imagen, sino la historia vivida y cómo reaccionamos ante esa misma luz.    

No hay nada malo en perseguir luces; yo lo he hecho durante años. Antes de darme cuenta de que buscaba en realidad no luces sino estados de ánimo, un cierto reconocimiento a través de determinadas composiciones, una seguridad que me negaban otras actividades, un cierto sentido de la autosuficiencia, una forma de sentirme bien. Repito: no hay nada malo en perseguir luces, excepto el hecho de no darnos cuenta de que lo que buscamos es una proyección de algo que hay en nuestro interior. La luz es un fenómeno físico, mecánico, mientras que la fotografía es una actividad íntima, emocional, orgánica.

Podríamos pensar que nos da igual lo que piensen los demás, pero es bueno saber que cada obra creada contiene una parte más o menos visible de nuestras querencias e, implícitamente, de nuestros rencores. Las fotos no se crean con una cámara (eso es para los satélites y los robots); se hacen con la mente y el corazón, y cada cual decide el porcentaje en que participan ambos órganos dentro de su particular proceso creativo. Al final, la fotografía, como las demás artes, como el propio ser humano, es mucho más grande por dentro que por fuera. Quien mira a través del visor está mirando, aunque no lo sepa, con un ojo hacia fuera y con el otro hacia su interior. Lo que aparece en nuestras obras suele ser aquello que vio el primero, el que estaba abierto, pero eso mismo que se muestra está determinado por lo que vio el ojo que miraba hacia dentro. Y de cómo recorramos este sendero (el cual conecta lo intangible con lo mundano) dependerá finalmente la obra creada y nuestra trayectoria como fotógrafos.

(1) Serge Tisseron, El misterio de la cámara lúcida, Ediciones Universidad de Salamanca, 2000, pág. 10.

(Este artículo se publicó en la web de AlbedoMedia como parte de la serie “El abogado del diablo”)

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