EL ALUMNO COMO RECIPIENTE

SERIE “PARA MEDITAR SOBRE LA ENSEÑANZA FOTOGRÁFICA” (V)

Nos contaron que era mucho mejor sugerir que mostrar y que había que componer con ciertas reglas. Nos explicaron cómo funciona la distancia hiperfocal, nos ayudaron a utilizar el flash y nos animaron a experimentar. Dijeron que había luces buenas y malas, y momentos del día mejores y peores para captar la esencia de un lugar. Nos enseñaron las obras maestras y afirmaron que había que intentar tener una mirada propia. Nos aseguraron que la realidad a fotografiar es prácticamente ilimitada, aunque se callaron que esa infinitud depende en exclusiva de quien mira a través del visor. Entonces nos echaron a la calle. Ellos se quedaron tan anchos y nosotros nos lo creímos.

Bien; a veces no es exactamente así de drástico pero en muchas otras se asume que los asistentes a nuestras clases aprenden por el mero hecho de proporcionarles una serie de datos que, una vez almacenados en su memoria, serán empleados cada vez que la ocasión lo requiera. Esta, sin embargo, es una visión demasiado simplista de cómo funciona el proceso educativo y de cómo aplicamos lo que nos han enseñado. Sócrates, considerado uno de los grandes pensadores de todos los tiempos, dejó escrito que la educación se parecía mucho más al encendido de una llama que al llenado de un recipiente. Casi todas las interpretaciones de esta afirmación parecen converger en la idea de considerar la labor educativa más como un catalizador que como una mera transmisión de datos. En cierta forma, el filósofo griego entendía que encender una llama se asemejaba al hecho de abrir una nueva vía, un camino ignoto que el estudiante, si lo deseaba, podía explorar.

Además, la acumulación de conocimientos no implica su transformación directa en sabiduría. Para que el saber sea provechoso ha de ser entendido, filtrado, verificado y meditado. Visto así, el trabajo del educador se torna en un desafío que persigue la apertura de nuevas rutas en la mente de sus discípulos. Tenemos entonces que los contenidos que se imparten son más útiles, creativamente hablando, cuando consiguen aportar materiales que permitan nuevas posibilidades de exploración y conocimiento, que si solo añaden verdades absolutas y criterios incuestionables –el denominado profesor-grifo–. Estas certezas irrefutables podrían enterrar la creatividad del propio alumno, en detrimento de ciertas ideas que actúen de chispa incendiaria para distintos pensamientos, otras alternativas y otros resultados. La educación, por tanto, nos proporcionaría material para abrir nuevas rutas y, por ello, se erige como punto de partida y no como línea de llegada. En este caso, la enseñanza, más que en una orden, se convierte en un estímulo.

Igual que la educación no es una simple transmisión de conocimientos, el saber es algo más que información con utilidad inmediata. Sin una reelaboración de lo que nos llega y una cierta interpretación subjetiva, todo dato puede convertirse en simple conocimiento ornamental. De hecho, existe el peligro de que el estudiante se convierta en un consumidor pasivo de conocimiento, lo cual puede derivar en una retención de contenidos temporal que no suponga un verdadero aprendizaje, es decir, ese que le involucra y le invita a experimentar de primera mano las incógnitas, paradojas y desafíos de la creación de imágenes. Al fin y al cabo, la retentiva de una mayor cantidad de información no asegura la realización de mejores obras. Para uno de los más influyentes teóricos de la educación del siglo XX, el célebre pedagogo brasileño Paulo Freire, educar no es un acto de consumir ideas, sino de crearlas y recrearlas. Está claro que no solo es importante conocer, sino sobre todo cómo se utiliza ese conocimiento.

Digamos que la información técnica y los datos forman parte de la senda hacia una meta, pero no deberían constituir la meta en sí misma. Los individuos más creativos, no lo olvidemos, no son necesariamente los más eruditos. Por otro lado, la sacralización de ciertos dogmas y determinadas reglas puede conducir con relativa facilidad a una merma de la intuición, que es precisamente aquello que va más allá de la información práctica. Habrá personas que piensen que lo que voy a decir a continuación es una barbaridad, pero estoy convencido de que las cosas que de verdad importan en fotografía no están en los manuales. Hay que vivirlas.

Por supuesto, nadie discute el hecho de que es necesaria cierta cantidad de información para poder crear nuestras imágenes. Sin embargo, el problema es que dichos conocimientos –sean los que sean– no sirven de mucho si no sabemos cómo relacionarlos, así que hay que encontrar un equilibrio entre la cantidad de conocimiento y la calidad “reflexiva” de lo que se enseña. Es bueno recordar que una utopía sin herramientas se queda en un simple y bello concepto teórico, mientras que un método sin ingenio se convierte, a lo sumo, en una cadena de montaje. La evolución creativa no depende solo de la calidad de los contenidos que se imparten, sino también del modo en que se reciben, las reacciones que provocan, los vínculos que se establecen con el saber anterior y de qué manera inducen a la reconsideración de los esquemas utilizados.

Centrar la formación fotográfica exclusivamente en unos contenidos mesurables y supuestamente objetivos puede conducir al alumno, pero también al profesor, al espejismo de pensar que la asimilación de unos cuantos patrones, el conocimiento de ciertas reglas y la memorización de una lista más o menos extensa de parámetros nos convierten ipso-facto en fotógrafos, cayendo en el engaño de pensar que la creatividad depende casi en exclusiva de la cantidad de datos que se posea. Además, se puede llegar a crear la  sensación de que el desconocimiento de esas mismas reglas nos deja en evidente desventaja frente a los demás. Y es que cuando damos demasiado valor a ciertas fórmulas, implícitamente podemos estar introduciendo en la vida de los futuros fotógrafos una gran dependencia de las mismas y, al mismo tiempo, un cierto desánimo por no poseer dicha información.

Es necesario también tener en cuenta que a medida que la tecnología evoluciona, los datos asociados a ésta van siendo modificados, estableciéndose todo un volumen de información que caduca según las herramientas se quedan obsoletas. De alguna forma, esta dinámica nos ata a cada nuevo paquete de conocimientos en detrimento de lo considerado como “antiguo”, que a menudo se vuelve inservible como consecuencia del cese en la fabricación de determinadas máquinas, objetivos, papeles, programas informáticos, etc. La tecnología y su velocidad de vértigo añaden muchas veces a nuestro quehacer fotográfico una urgencia que puede resultar perjudicial para la introspección y el análisis, introduciendo además un interesado y hasta cierto punto malicioso concepto de utilidad.

Una educación centrada en los contenidos y no en la persona puede perjudicar el desarrollo de la fantasía, la espontaneidad y la intuición en favor de una memorización de patrones, dogmas y cifras. De alguna manera, se podría comenzar subsanando lo anterior si se entendiese que los verdaderos protagonistas del proceso de aprendizaje no son los maestros: son los estudiantes. Creo sinceramente que un primer paso para educar de una manera menos dogmática y algo más crítica pasaría por intentar ponernos en la piel de Sócrates y entender que no se forma a un fotógrafo solo por acumulación de conocimientos. Pasaría por empezar a ver a nuestros discípulos como posibilidades y no tanto como recipientes.

Es solo un pequeño cambio de percepción, pero la diferencia puede ser abismal para ellos. Y también para nosotros.

(Este artículo se publicó en la web de AlbedoMedia como parte de la serie “Notas para meditar sobre la enseñanza fotográfica”)

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