UN MUNDO LUMINOSO POR FUERA PERO A MENUDO SOMBRÍO POR DENTRO

SERIE «EL ABOGADO DEL DIABLO» (VI)

El mundo al que se refiere el título es, como no podía ser de otra forma, el de la fotografía porque el título original de este artículo era “El mundo de la fotografía es deslumbrantemente luminoso por fuera pero a menudo lamentablemente sombrío por dentro”, pero parece ser que los estándares de maquetación de algunos programas informáticos nos obligan de alguna manera a que, como en la propia sociedad, todo sea simple, inmediato, escueto, ligero. Es una pena porque la vida, los sentimientos, la fotografía y el cerebro son todo lo contrario: vastos, complejos, graduales, profundos.

Este artículo es un pensamiento en voz alta. Sé que he elegido un título demasiado largo y algo desolador, pero el asunto del que quiero hablar no invita precisamente a la euforia. Sobra decir que me refiero a este bendito país; al mismo donde he nacido y he puesto todos mis esfuerzos por convertirme en un fotógrafo eficiente y respetable. El mismo país donde hace más de treinta años salí a comerme el mundo con una cámara réflex recién comprada en mis manos. El país que ha visto como, al final, he conseguido llegar a ser un fotógrafo medianamente competente y serio. No he podido vivir de mis fotos (hubiera sido demasiado hermoso para ser cierto), pero he logrado que a mi alrededor algunas personas piensen en mí como un autor comprometido, honesto y solvente. Y no es poco; soy consciente de ello y estoy agradecido.

El mundo de la fotografía, también en España, proyecta una luz que tiende a la calidez, al glamour, a la celebración, a un proyecto de vida, a esa alegría de conseguir lo que uno ha soñado. Elegimos ser fotógrafos por voluntad propia; nadie nos obliga a ello, así que dedicarse a realizar imágenes desprende autosuficiencia, amor propio, coraje, valentía, deseo. Hacemos lo que nos gusta y ya por eso podríamos sentirnos agradecidos. Agradecidos por crear cosas que la gente valora aunque a menudo no sean necesarias para seguir viviendo. Agradecidos por reunir a personas que acuden a nuestras inauguraciones y a las charlas que ofrecemos. Agradecidos porque unas pocas, de tarde en tarde, adquieran incluso alguna de las fotografías que hemos realizado con tanto afán y tanto cariño.

Agradecidos también de que haya quien compre algunos de los libros que nos decidimos a publicar; que vean en ellos algo interesante que les lleve a pagar un precio concreto por poseer semejante artilugio lleno a rebosar de ideas, palabras e imágenes. Agradecidos porque con el paso de los años uno aprende a mirar, a distinguir, a juntar un par de ideas y que se lea como algo interesante; a captar cierta atmósfera y que se perciba como una imagen “de autor”. Uno aprende a aceptar las críticas, a valorar el trabajo de los demás, a seleccionar unas pocas imágenes (y no siempre), a hablar en público y que a uno le escuchen (aunque sea un rato). Agradecido por haber aprendido tanto y conseguir ser tenido en cuenta en algunas ocasiones. Miro atrás y me parece una heroicidad, en serio.

Sin embargo, para alcanzar este agradecimiento hacia aquellos que me tienen por alguien serio y competente, han tenido que pasar treinta años durante los cuales he gastado varias veces todos mis ahorros y he gastado aún más veces toda mi energía. Una inversión tremenda, lo descubrí hace ya mucho tiempo, a fondo perdido. No porque uno no recupere lo invertido, sino porque lo que uno recibe a cambio, con mucha suerte, es intangible. Sí; recibe calor, aplausos, cumplidos, llamadas, invitaciones. Recibe una fantástica plataforma a la que subirse, pero que tiene que estar alimentando de forma continua sin descanso todo el tiempo que sea capaz de aguantar. Es como la dinamo de una bicicleta: alumbra mientras tú pedaleas, pues cuando dejas de dar pedales la luz se apaga y te sumes en la más completa de las oscuridades. Porque la fotografía en este país (imagino que en otros también) es un agujero negro que absorbe todo lo que se le aproxima, sean sueños, coraje, diapositivas, vino gran reserva, sándwiches de jamón y queso, entusiasmo, molduras, orgullo, invitaciones, tinta pigmentada, papeles de algodón, cristal antirreflejos, dinero, tortilla de patata cortada en cuadrados perfectos, refrescos azucarados, revistas impresas… La lista podría ser interminable. Interminable y aburrida.

Y lo que devuelve este gigantesco agujero negro son diminutas ondas gravitacionales en forma de paciencia, empeño, resignación, humildad y tolerancia. No es poco, lo sé. Es como educarte en un colegio para “artistas” (pero a precio de universidad privada): aprendes a tolerar las críticas, a mirar con detenimiento, a insistir en un proyecto concreto y no rendirte, a buscar alternativas, a ver el vaso medio lleno, a darle valor a la estética, a la belleza, a ciertos conceptos, a una obra bien ejecutada a partir de una idea interesante y con un desenlace imaginativo. Solo que uno, a veces, se cansa de lanzar cosas tangibles en el agujero negro y recibir a cambio ondas, energía, intuiciones, certezas.

Con frecuencia me agoto de arrojar libros, copias, molduras, exposiciones enteras, catálogos, artículos, etc., y recibir respeto, comprensión, elogios. No miento; a menudo tengo que sentarme a coger aire porque me canso de que mis textos no paguen otros textos, mis libros no puedan sufragar otro puñado de libros y mis copias vendidas no den ni para producir una exposición en miniatura. Todo lo que pagan esas fotografías, esos artículos y esas ediciones impresas sale de algo que no tiene nada que ver con la fotografía. Y precisamente porque tengo un trabajo que no tiene nada que ver con la creación de imágenes, puedo dedicarme a realizar fotografías.

Soy consciente de que suena a queja; a un gigantesco lamento. Al lloro desgarrador de un niño al que le han quitado la piruleta de las manos. (No es mi caso; yo ya pasé mi duelo hace mucho tiempo cuando la gominola soñada debió de ir a parar a manos de otra persona más lista y seguro que mucho más diestra). Es cierto que a mí nadie me prometió nada, pero creo que no peco de vanidoso si pido, si sueño, con que algo me sea devuelto, con que unas pocas fotos generen otras pocas, con que unos pocos libros puedan costear algunos pocos que vendrán después, con que algún artículo sirva para compensar el tiempo dedicado al siguiente. Porque aunque de joven tuve sueños mucho más grandiosos, ahora soy más cauto (y creo que más maduro) y solo sueño cosas pequeñas, casi mezquinas. Los pies, nos decimos una y otra vez, en el suelo. Bien plantados, no vaya a ser que nos estrellemos. Nos lo repetimos las personas cercanas y queridas que seguimos haciendo fotos contra viento y marea, a pesar del agujero negro. Lo seguimos haciendo porque nos gusta lo que hacemos. Que nadie nos quite, volvemos a gritar bien alto, el disfrute de crear imágenes. Eso nunca.

Lo vuelvo a repetir porque sé que es difícil de creer: esto no es un ajuste de cuentas; es un pensamiento en voz alta. El mismo pensamiento que me vino a la cabeza cuando una de esas personas cercanas y queridas me comunicó que cerraba su galería. Un local pequeño y coqueto dedicado en exclusiva a la fotografía y donde el supuesto boom del fotolibro pasó de largo a la velocidad de un meteoro. Donde la buena forma de la que supuestamente goza la fotografía apenas asomó su nariz; donde ni siquiera recaló ese universo fotográfico de precios desorbitados y nombres célebres; donde se vendieron menos libros en un año que Porsche 911 se venden durante cualquier mes; donde lo que más se consumió no fueron obras “de autor” sino vino de Rioja y queso manchego con uvas. Donde el dinero detrás de la mayor parte de las exposiciones salió del bolsillo de sus autores y no regresó nunca más. Sé de lo que hablo porque el mío tampoco regresó.

Esta situación se mantiene en el tiempo gracias al incalculable número de personas inasequibles al desaliento que siguen año tras año esperando una oportunidad para acceder a ese universo de glamour, brillo y lentejuelas que aparece en los medios. Un universo donde multitud de salas, revistas, escuelas y laboratorios se mantienen gracias al aporte altruista de miles de decenas de euros anuales provenientes del bolsillo desinteresado de camareros, azafatas, soldadores, funcionarios, recepcionistas, policías, médicos, enfermeras, docentes, psicólogas, diplomáticos, videntes, contorsionistas, biólogas, cantantes, etc. Personas que en sus ratos libres “juegan” a ser fotógrafos, pero que se han comprometido con tanto ahínco, lo pasan tan bien y se lo toman tan en serio, que su vida ha terminado girando en torno a la realización de imágenes. Hace ya tiempo dejé escrito que el fotógrafo aficionado, aunque a ojos de algunos pueda mantener una relación un tanto adúltera con la fotografía, y quizá nunca se case con ella (seguramente porque no puede), le hace el amor, acaso con menos frecuencia pero con la misma intensidad que cualquier profesional.

Sé que habrá autores que no se vean reflejados en estas líneas. Ni falta que hace. No son líneas para vernos reflejados en ellas, sino más bien para abrir los ojos a una realidad que a menudo brilla menos de lo que nos cuentan. O mejor aún: son líneas para entrecerrar los ojos e intentar ver más allá del fulgor que desprende ese universo fotográfico de inauguraciones a todo trapo, apellidos altisonantes, festivales suntuosos y retórica prodigiosa. Porque más allá de la inversión “social” de las grandes corporaciones y los gastos a fondo perdido de numerosas instituciones públicas, hay miles de personas gastándose todo lo que tienen para intentar ser fotógrafos. Todo lo que tienen y algo más. Y lo que reciben a cambio es un baño de realismo (un poco frío, eso es verdad) y un curso acelerado de supervivencia, si llega.

Este artículo es un homenaje a las miles de personas que continúan haciendo fotos a pesar de la situación de la fotografía en este país. Un sincero homenaje a esas miles de personas que han hecho de la fotografía su vida a pesar de no poder vivir de ella. Hacer fotos no es algo sombrío ni triste; es una pasada, un subidón de endorfinas, una auténtica escalera al cielo, una experiencia única que nos permite experimentar momentos únicos. Lo triste es que te cuenten milongas.

(Este artículo se publicó en la web de AlbedoMedia como parte de la serie “El abogado del diablo”)

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