EL ESTILO

“El estilo. Dónde te sitúas como escritor. Tus prejuicios. Tu posicionamiento moral. El modo en que ese libro debería leerse. Y después necesitas un comienzo”. Estas palabras van dirigidas a un grupo de estudiantes de posgrado. Se encuentran en Charlottesville, en un aula de la universidad de Virginia. Estamos en 2014 y fuera la temperatura roza los 30º, lo cual no es nada comparado con los 36º que alcanzaron por estas mismas fechas veinte años atrás.

Pero dentro del edificio donde se imparten las clases del programa de escritura creativa, a nadie le importa si en el exterior hace calor o no. En ese instante concreto solo piensan en su futuro dentro del ámbito literario. La persona que está hablando continúa: “El estilo es el escritor en su totalidad”. No se oye ni un murmullo, ni una tos, ni un carraspeo. Nada. Solo la voz del maestro, pausada, intentando convencer a los aquí presentes de que el estilo son ellos mismos. Igual que las plantas realizan la fotosíntesis gracias a la energía que les aporta la luz, así estos estudiantes absorben unas palabras que pueden ser decisivas, eso esperan, para sus aún incipientes carreras literarias.

Todos quieren convertirse en escritores, publicar libros, parecerse a quien les está hablando. Todos quieren tener un estilo pero no saben muy bien cómo lograrlo. James Salter, el novelista norteamericano que está subido al estrado, añade que el comienzo es de suma importancia y que el mismísimo García Márquez decía que una de las cosas más difíciles es el primer párrafo. Pero también dice que antes está el estilo.  

Y Salter lo define aludiendo únicamente al autor. A los prejuicios, la moral y el posicionamiento de la persona que crea. Porque antes de comenzar algo, lo que sea, está la vida, la forma de relacionarnos con el mundo, las preguntas que lanzamos y las respuestas que obtenemos. Todo eso ya está en nuestra cabeza antes incluso de comprar nuestra primera máquina fotográfica, nuestro primer lienzo, nuestra primera guitarra.

Luego la cabeza cambia, claro que sí, como cambia la vida, los criterios, ciertas opiniones y muchas certezas. Pero quien mira un paisaje a través del visor de una cámara lo está viendo a través de su sentido de la existencia. Y el estilo no puede desligarse de ello, faltaría más.

La forma en que fotografiamos siempre parte de nosotros, de la forma de ver las cosas e interpretarlas, de cómo vivimos lo que nos toca. Fotografiamos para decir, ver, sentir o conocer. La obra realizada es fruto de una edad, un momento y una conciencia determinada, constituyendo, por tanto, un espejo donde se refleja nuestro ser, pero también la forma de mirar, los temas con los que nos sentimos más a gusto, las sendas preferidas, los fetichismos. Conseguir una “mirada propia” pasa por ser consciente de todo esto y saber qué parte de nosotros queremos que sea realmente la protagonista de nuestra obra. Al fin y al cabo, ser autor implica poder reconocerse en el trabajo que hacemos.

Eso que se llama estilo, de existir, sería la confirmación de que detrás de la cámara hay una persona concreta. Alguien que siente y por supuesto padece. Que ve ciertas cosas y evita otras. Que tiene filias y fobias con nombres y apellidos. Que, aunque las desconozca, tiene razones poderosas para hacer lo que hace. Que tiene sueños y ha tenido fracasos. Que percibe lo que le rodea en función de sus propios estados de ánimo. Que se hace preguntas y a veces no encuentra respuestas. Que tiene una opinión sobre el sentido de la existencia, la suya. Una persona, en definitiva, que ha vivido. Alguien que es el producto de una cultura, una sociedad, un entorno, una familia y una forma de gozar y de sufrir. Una construcción biológica, social y emotiva. Y cuando en las fotos que realizamos aparecen esas preguntas, esos afectos, esas visiones, esos motivos, esas quimeras, esos estados de ánimo y esas opiniones, entonces podemos hablar del surgimiento de un estilo.

Pero al país del estilo se llega por sorpresa, sin avisar, siguiendo las pistas de otros. Porque allí donde deseamos ir ya estuvieron antes distintos individuos que, a su vez, siguieron otras pistas, experimentaron, fallaron y alcanzaron un determinado lugar en un momento que nadie puede predecir. Ni siquiera el autor. Ahora podemos ver las fotos hechas al instante y enviarlas en cuestión de segundos al otro lado del océano. Sin embargo, no hay máquina capaz de fabricar un estilo, pues este no depende del tiempo y, por supuesto, no entiende de prisas.

Si la agricultura ha estado tradicionalmente sometida a los ciclos de las estaciones, el estilo está sometido al ciclo de la vida. La nuestra. Depende de afectos, inseguridades, prejuicios, emociones. Depende de los apegos a nuestros maestros, del tiempo que nos deja la familia, del miedo a salirnos de ciertos caminos, del arrojo para experimentar, de nuestra personalidad. El estilo depende de cosas mundanas. De lo que nos desvela, nos deja indiferentes y nos enamora. De aquello que nos da seguridad, calor y cariño. Por eso el estilo somos nosotros.

Otra cosa es alcanzar una mirada íntima, original, reconocible. Pero mientras tanto necesitamos tiempo, reposo, paciencia. Las prisas son malas consejeras; la vanidad también. Requerimos de acumulación, maceración y destilación. Precisamos pasión, una pizca de análisis y algo de autoconocimiento. Elegir un camino es difícil, pero más difícil es recorrerlo. Y la meta no debería ser lograr un estilo, sino más bien elegir el camino correcto. Aquel que nos llene, que nos permita ser nosotros mismos, que nos haga la vida más plena. Como perseguir una utopía que sabemos casi inalcanzable, pero que el hecho de perseguirla nos hace crecer, ser mejores, madurar.   

Volvamos a la universidad. James Salter mira su reloj; la conferencia toca a su fin. Pero antes de terminar tiene todavía algo que decir. “Al principio, cuando empiezas como escritor, no sueles tener una voz propia. Suelen afectarte la influencia o la atracción de un escritor consolidado, alguien cuyos libros y aura te deslumbran. Intentas seguir sus pasos. Adoptas su forma de ver las cosas. Poco a poco, sin embargo, el vínculo se debilita y te sientes atraído hacia otros escritores, aunque no tan intensamente, y tu propia escritura, a fuerza de práctica, cambia, hasta que llega un momento en que cuando escribes eres tú mismo, del todo, sin mediación, y suenas tal como eres”. Ya está. Levanta la cabeza y se queda mirando a la audiencia.

Al principio nadie aplaude. Todos están absortos, en éxtasis. Intentan calibrar el alcance de lo que acaban de escuchar, la importancia que tendrá dentro de sus vidas. Finalmente alguien se arranca y todos terminan ovacionando al maestro. James Salter sonríe; tiene 89 años y está cansado. Se pregunta si algo de todo lo que ha expresado les servirá de algo. ¿Habrán entendido que no existen fórmulas secretas ni recetas milagrosas? ¿Habrán entendido que el estilo, como la escritura, requiere de mucha más transpiración que inspiración?

Por supuesto, es imposible que el escritor sepa si alguno de los presentes llegará a ser un extraordinario novelista; menos aún quiénes alcanzarán un lenguaje personal, distintivo, notable. Los estudiantes aquí reunidos tampoco saben que están viendo los últimos destellos de sabiduría de alguien que sí ha logrado una mirada particular porque ha vivido intensamente una vida, la suya, repleta de prejuicios, de interrogantes, de remordimientos y de convicciones.

La lucidez de Salter se apagaría definitivamente pocos meses después de pronunciar estas palabras. Por fortuna, las tres conferencias que impartió están recogidas en el libro El arte de la ficción, de la editorial Salamandra.

Incluso sin lograr tener un estilo propio, ojalá conservemos algo de esa lucidez el resto de nuestras vidas. La clarividencia extraordinaria de un anciano a punto de cumplir 90 años. 

(Este artículo apareció publicado con el mismo título en la web de AlbedoMedia)

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