FOTOGRAFIAR ES MUY SENCILLO

SERIE «EL ABOGADO DEL DIABLO» (X)

En mis cursos, antes o después, siempre termino contando la misma anécdota. Una fotógrafa que conocí hace años deseaba con todas sus fuerzas asistir a un taller con Isabel Muñoz. Quería verla trabajar en directo, comprobar cómo interactuaba con la modelo, cómo se movía, cómo manejaba la cámara, cómo empleaba la luz. Deseaba estar a su lado cuando Isabel decidiese qué era lo que merecía la pena ser fotografiado. La fotógrafa, hechizada con la obra de la prestigiosa autora, estaba convencida de que verla trabajar la iluminaría. Yo no entendía sus razones y le decía que lo importante no era el cómo sino el porqué (eso pensaba al menos). Que lo decisivo no era la manera de trabajar de un autor concreto sino lo que, dentro de su cabeza, determinaba que finalmente captase aquello y no lo de al lado. Como era de esperar, ninguno convenció al otro.

Cuando me preguntan por mi forma de trabajar siempre digo lo mismo: hago fotos igual que los demás. Y no es ironía. Mi método de trabajo es antiguo como el mundo: observo, decido qué fotografiar, extiendo el trípode, monto la cámara sobre él, coloco el objetivo, enfoco, compongo, mido la luz y hago la foto. Si tengo dudas repito los dos últimos pasos. Si creo que la escena tiene más posibilidades, entonces repito los tres últimos. Todo muy simple, muy natural. Cuando lo cuento todos sonríen; parece una broma y no lo es: hago fotos igual que todas las personas de la sala porque la manera de utilizar las herramientas suele ser una rutina común que la mayoría –excepto pequeñas variaciones– ejecutamos de forma similar. Igual que escriben los novelistas y los poetas: juntando palabras en un orden concreto. En su caso lo importante no es cómo escriben sino qué proceso mental les lleva a escoger unas y desechar otras. Por qué ese orden y no otro.

Es verdad; hay personas que llevan el trípode en la mano (yo mismo) mientras otras lo cargan en la mochila; las hay que utilizan formatos pequeños y quienes usan cámaras de gran formato; a veces mido la luz antes de componer y otras compongo la imagen y luego saco el fotómetro; hay momentos en que me quedo junto al trípode durante la exposición y otros me voy a dar una pequeña vuelta para seguir explorando. Con algunas variaciones mínimas, llevo treinta años desplegando la misma rutina, el mismo baile una y otra vez. Lo que ha cambiado ha sido mi forma de procesar lo que veo y las decisiones que tomo a la hora de captar ciertas cosas. Y esto no puede verlo nadie porque todo sucede dentro de mi cabeza y porque a menudo ni siquiera soy consciente de muchas de las cosas que me empujan a retratar árboles, nubes y rocas.

He visto trabajar a cientos de fotógrafos; algunos en vivo y a otros a través de videos. Todos, sin excepción, ejecutaban su rutina de manera semejante: el trípode, la cámara, el enfoque, la composición, el fotómetro… No hay nada milagroso en esta coreografía salvo algún detalle puntual que cada persona va solventando sobre la marcha (dónde colocar las patas del trípode, cómo llevar colgado el fotómetro, cómo proteger la cámara de la lluvia, qué tipo de disparador de cable usar, etc.). Todo esto es rutina pura y dura. Lo fascinante de hacer fotos no es lo que ocurre fuera; es lo que sucede en el interior de nuestra cabeza. Ver a un autor trabajando in situ es observar esta misma coreografía. Para intuir lo que pasa por su cabeza hay que analizar su obra, escuchar sus palabras, saber lo que siente y entender cómo ha llegado hasta ahí.

Fotografiar es muy sencillo porque pueden hacerlo hasta los niños. Sin ir más lejos, mi hija de once años hace fotos. Solo necesita encender la cámara, asegurarse de que está en program, lograr mantener el pulso y apretar el botón cuando todo está donde ella quiere. Y ahí está su padre con los pelos revueltos y la cara de recién levantado con expresión de “¿no puedes esperar a que esté un poco más presentable?”. Si le gusta lo celebra y si no entonces lo intenta de nuevo las veces que sea necesario hasta que me canso de aparecer en las imágenes como un auténtico cavernícola. Su manera de utilizar la cámara es prácticamente idéntica a la mía; la diferencia es que ella busca unas cosas y yo pretendo otras.

Ella es impulsiva; piensa menos y dispara más. Su padre piensa más y hace menos fotos. Al igual que ella, yo también cometo grandes errores; sin embargo, conozco las reglas y tengo un conocimiento mayor de lo que ya se ha hecho. A ella le falta un conocimiento adicional sobre el medio fotográfico, una mayor comprensión de la cultura en la que vive, un poco más de flexibilidad a la hora de concebir las posibilidades visuales de un motivo dado, una percepción psicológica más profunda del comportamiento humano, así como una mayor destreza técnica. La distancia que nos separa son los años que yo llevo persiguiendo tópicos, buscando imágenes, soñando con un lenguaje propio y preguntándome cosas que a veces no sé cómo contestar. Esta distancia no se mide en número de herramientas, megapíxeles o gama tonal. Se mide, me temo, en conexiones neuronales porque la verdadera diferencia estriba en que, aún manejando la herramienta de la misma manera, utilizamos circuitos cerebrales completamente distintos.

Ver trabajar a un fotógrafo que admiras puede ser una experiencia intensa, emotiva, sugerente. Pero utilizar sus mismas herramientas, vestir sus ropas, imitar sus mismos movimientos, simular sus gestos, pretender interactuar igual con los demás o comer su misma dieta, no va a hacernos iguales. Jamás. Estar pegados a nuestros ídolos un par de horas, una semana o tres meses no nos va a transferir su experiencia de vida, sus parámetros emocionales, su percepción de las cosas, su escala de prioridades, su sentido de la captación de imágenes y de la propia existencia. Hay tantas cosas de la fotografía que no pueden transmitirse, tantas cosas que uno necesita vivir por sí mismo para darse cuenta de lo que significa elegir una pequeña porción de todo lo que el mundo nos ofrece en un momento dado y decidir que eso y no otra cosa es lo que merece la pena transformar en imagen. Hay personas que lo llaman “alma”.

Ni siquiera con la cámara del mejor fotorreportero del momento, con sus botas de patearse las calles, sus visados para atravesar fronteras, sus conocimientos de la situación social y su don de la ubicuidad, haríamos las mismas fotos. Quizá visitaríamos idénticos lugares, realizaríamos parecido número de imágenes, utilizaríamos los mismos objetivos, hablaríamos con personas similares, pero nunca obtendríamos iguales resultados. Estar junto a los autores que admiramos debería servir para disfrutar el momento y, si deseamos ir un poco más allá, darnos cuenta de qué imitamos y cómo integramos esto en nuestro proceso creativo.                

Fotografiar es muy sencillo; lo verdaderamente complicado es tener una buena idea, soñar cómo hacerla visible, aprender la manera de transformar eso en una imagen coherente y sugestiva, y entonces crear una obra de arte o al menos algo que se le parezca o aspire a ello. Y es difícil porque muy pocas personas lo logran. Y si apenas un puñado de personas lo consiguen no es porque ellas sepan hacer fotos y nosotros no; es porque ellas han percibido algo que nosotros no hemos experimentado y que, casi con total seguridad, nunca viviremos. Lo que se entiende por hacer una fotografía es solo el final de un largo proceso, a menudo invisible, que puede extenderse a lo largo de años.

Habrá personas que digan que fotografiar es también toda esa conducta mental que precede y sigue a la toma de cualquier imagen. No estoy de acuerdo. Acepto que todo ese proceso pueda enriquecer la actividad fotográfica en general (eso seguro) y nuestra obra en particular, pero se pueden hacer fotos sin reflexión ni sentimiento alguno y hacerlo bien; ahí están los satélites para demostrarlo. Por eso los fotógrafos no son los que hacen fotos; son quienes han integrado la fotografía, de una u otra manera, dentro de su vida.

(Este artículo se publicó en la web de AlbedoMedia como parte de la serie “El abogado del diablo”)

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